martes, 6 de mayo de 2014

La incredulidad de Dídimo



[...] El carácter de Tomás se prestaba a la rebeldía del espíritu. Su rudeza sobrepujaba acaso la de todos sus compañeros. Ya antes de la Pasión, cuando Cristo hablaba, su mente se perdía en la niebla de los misterios, y, probablemente, ante la doctrina del reino de los cielos que era semejante a un grano de mostaza, sus ojos no acertaban a ver más allá de las fronteras de Dan y Bersabee, del Mediterráneo y el desierto. Una restauración del reino de David. Cuando el Maestro pronunciaba sus parábolas, Tomás debía de quedarse en ayunas. Todavía en la última Cena confiesa que no entiende nada de cuanto dice el Señor: "Maestro--dice--, ni sabemos adónde vas ni dónde está el camino." Ni los milagros, ni la doctrina, ni las declaraciones más o menos claras de Jesús, habían llegado a crear en él una convicción firme de que caminaba junto a Dios. Sin embargo, le seguía ciegamente: con gozo, con generosidad, con entusiasmo. Era tal vez el más entusiasta de los apóstoles. Cuando Jesús quiere ir a Jerusalén, donde se ha decretado su muerte, todos sus compañeros vacilan, pero él grita con decisión: "Vayamos también nosotros a morir con él." Este rasgo retrata su caracter.
La vergüenza del Gólgota le desconcierta. A pesar de todos los avisos, nunca había creído que su Maestro podía terminar de aquella manera. Sus esperanzas, sus ilusiones, habíanse derrumbado. Y cuando Cristo, el mismo día de Pascua, se aparece a sus discípulos, él anda fuera del Cenáculo, vaga por la ciudad, recogiendo tal vez los rumores del vulgo acerca del malogrado Rabbí. 
--Hemos visto al Señor--le dicen después sus amigos.
Y Tomás, que acababa de oír allá afuera tantas burlas con motivo del drama sangriento desarrollado dos días antes, respondió con una carcajada incrédula. Los espíritus limitados, que creen haber sido engañados una vez, son luego casi inaccesibles a toda luz. 
--Pues sí, hemos visto al Señor--vuelven a decir los Apóstoles--; era verdaderamente Él; nos ha hablado, ha comido con nosotros.
A esta noticia tan unánime, tan minuciosa, tan gozosa, Tomás responde brutalmente:
--Si no veo en las manos las llagas de los clavos y no pongo el dedo en la llaga de los clavos, y mi mano en su costado, no lo creeré.
Era el lenguaje de un sentido común a ras de tierra; la lógica del hombre práctico y positivo; la frase famosa que repetirán eternamente todos los adoradores de la pura realidad. Burlado una vez en sus esperanzas, el buen apóstol ha resuelto no dar en adelante su asentimiento sin exigir las debidas garantías. Declara que quiere ver, pero luego se arrepiente de pedir tan poco; también hay visiones de fantasmas. Es preciso tocar, palpar, meter la mano donde entró la lanza. Entre los criterios de verdad, la inteligencia no cuenta; los ojos tienen poco valor; para un espíritu fuerte, la experiencia carnal está por encima de toda sindéresis.
Agradezcamos a Tomás el "Gemelo" aquella enérgica actitud, por la cual tiene el mundo una nueva prueba de la Resurrección, capaz de satisfacer al más exigente. De más provecho, dice un Santo Padre, fue para nosotros la incredulidad de Tomás que la fe de la Madgalena. Ocho días después estaban los discípulos en la misma casa, y Tomás con ellos. Ocho días enteros había durado su terquedad frente a la afirmación de todos sus compañeros. Probablemente lloraba al Maestro, porque tenía un corazón generoso, y ese sentimiento fue el que le tuvo unido a sus hermanos durante aquella semana interminable. De repente, una voz en el umbral:
--¡La paz sea con vosotros!
El Resucitado está allí y sus ojos buscan al incrédulo. Viene por él, proque le ama a pesar de su infidelidad, y con él se encara, diciendo:
--Pon aquí tu dedo y mira mis manos; alarga tu diestra y métela en mi costado, y no quieras ser incrédulo sino fiel. 
--¡Señor mío y Díos mío!--exclamó el apóstol temblando y adorando.
Su obstinación se había rendido, confesaba su derrota, más hermosa que todas las victorias, y se entregaba por entero a Cristo. Pero a esa sumisión tardía, el Señor oponía el mérito y la dicha de las almas innumerables que habían de creer sin verle.
--Poruqe me viste, Tomás, has creído; bienaventurados los que creyeron sin verme.
Era un suave reproche dirigido a través de los siglos, a todos los tibios en la fe, a todos los pragmáticos, a todos los racionalistas.

Tomado del Año Cristiano de Fray Justo Pérez de Urbel, Edición de 1934.

2 comentarios:

  1. Qué bella historia, muy ad hoc a nuestra era en la que sólo se cree lo que se ve.

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    1. Sí, la era positivista e impía. ¡Gracias por tus comentarios!

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