domingo, 18 de agosto de 2013

La Verdad y el Pensamiento

A manera de seguimiento de la entrada anterior sobre la Verdad, publico este fragmento del libro El criterio de Jaime Balmes. Espero que sea de mucho provecho para quienes lo lean, sobre todo para reforzar la idea de que, sin importar cuánto se esmere el mundo en hacernos creer lo contrario, la Verdad existe y la Verdad es una sóla e inmutable.


"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn XIV, 6)
Soy el camino, con mi ejemplo; la verdad, con mi doctrina; la vida, con mi gracia.

§I
En qué consiste el pensar bien. -Qué es la verdad
El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables.
Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende.
§ II
Diferentes modos de conocer la verdad
A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay. Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello una cosa diferente.
Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.
§III
Variedad de ingenios
El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les
suministran abundante materia para discurrir con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen ser grandes proyectistas y charlatanes.
Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se imaginan que no hay más mundo.
Un entendimiento claro, capaz y exacto, abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de las cosas.
Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón.» Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y que el que habla sólo se ocupa de
haceros notar, con oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.
§ IV
La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los objetos de ellas
El perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los verdaderos sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los asuntos de la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del Estado, forma los grandes políticos; y en todas las profesiones ea cada cual más o menos aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de los objetos que trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha de abrazar también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas verdades, por decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se
quiere lograr el objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las profesiones; bastando para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun en los oficios más sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que mejor conozca las calidades de
los terrenos, climas, simientes y plantas; el que sepa cuáles son los mejores métodos e instrumentos de labranza y que mejor acierte en la oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca los medios más a propósito para hacer que la tierra produzca,
con poco coste, mucho, pronto y bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más verdades relativas a la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero? El que mejor conoce la naturaleza y calidades de las maderas, el modo particular de trabajarlas y el arte de disponerlas del modo más adaptado al uso a que se destinan. Es decir, que el mejor carpintero será aquel que sabe más verdades sobre su arte. ¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se ocupa.
§V
A todos interesa el pensar bien
Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.

lunes, 5 de agosto de 2013

La Verdad y San Justino

  
San Justino (163)
FIESTA: 14 de abril




 
Algo del agua viva, que Jesús dio a los habitantes de Siquem el día de su diálogo con la Samaritana, quedaba todavía un siglo más tarde para saciar las almas sinceras. Ninguna tan sincera, acaso, en aquellos días de escepticismo, como la de Justino, este buen samaritano, si no de sangre, a menos de nacimiento, que fue el primero en lanzar un puente entre la filosofía antigua y el cristianismo. Amó la verdad con apasionamiento, y él mismo nos ha contado la historia emocionante de su itinerario espiritual. El amor de la verdad, unido a un profundo sentimiento de justicia, es el alma de toda su vida. El primer sistema que se ofrece a su consideración es el estoicismo. Es su hora. En el ambiente queda todavía el acento severo de Séneca y Epicteto. Justino recoge ávido sus promesas de felicidad por medio de la práctica de la virtud y por la tranquilidad en que envuelve el alma del sabio. Tal vez su imaginación juvenil quedaba fascinada ante la pompa teatral con que el maestro profiere sus máximas. Pero surge en el discípulo la pregunta inevitable: "Y de Dios, ¿qué me dices?" El profesor frunce el entrecejo, y responde con palabras desdeñosas. El joven estudiante había descubierto el punto flaco de la escuela. Sin una enseñanza dogmatica, aquella ética rigurosa no era más que un bello edificio levantado en el aire. "Me di cuenta--dice Justino--de que no avanzaba en lo más mínimo en el conocimiento de Dios; porque ni sabía nada mi maestro, ni creía esa ciencia necesaria". A la experiencia del Pórtico sigue la del Perípato. El discípulo de Aristóteles a quién se dirigió el adolescente era un espíritu fino, o por lo menos así se lo creía él. Introdujo a Justino en el mundo abstracto de los predicamentos y a los pocos días de lección le hizo esta reflexión categorica: "Bueno ya ves que la ciencia que yo enseño es muy preciosa, y como comprenderás no se puede dar de balde." El oyente quedó atónito. En su amable ingenuidad, casi infantil, no acertaba a comprender cómo un hombre que había encontrado la felicidad podía pensar en esa cosa miserable que se llama dinero. " Inmediatamente--confiesa él mismo-- dejé a mi hombre juzgándole indigno del nombre de filósofo, y codicioso siempre que aprender lo que es propiamente la esencia de la filosofía, fui en busca de un Pitagórico, hombre de mucha fama y orgulloso de su saber". Pero este filósofo era muy exigente con sus discípulos. Antes de revelarles sus pedanterías sutiles acerca de los números, debían haber estudiado mucho acerca de la naturaleza. "¿Conoces la música, la geometría y la astronomía?", preguntó al animoso postulante; y Justino le miraba un poco desconcertado, indagando qué misteriosa relación podían tener aquéllas cosas con la vida feliz que él buscaba en la filosofía. "Nada de todo eso he estudiado", contestó sencillamente. Y el pitagórico, con aire doctoral: no comprenderías nada de mis altas teorías, sin saber dónde está la Osa Mayor, Cánope o Arturo".


Quedaba otra escuela famosa, la de los platónicos, que entraba entonces en un período de renacimiento y que no tardaría en producir ilustres representantes y en organizar una cátedra famosa en el Museum alejandrino. Era alrededor del año 130. Justino estaba entonces en Efeso. El peregrino infatigable de la ciencia parece haber encontrado un maestro que comprendió la rectitud y la lealtad de su alma. Bajo su dirección, empezó a gustar las bellezas filosóficas y literarias de Fedro y el Simposio. Estaba encantado; más aún, entusiasmado. "Lo que sobre todo me alegraba--dice él mismo--era el conocimiento de las cosas inteligibles. La teoría de las ideas ponía alas en mi espíritu. Me imaginaba haber conseguido ya la sabiduría, y esperaba llegar pronto a la contemplación de Dios, que es el fin de la filosofía platónica".


De vez en cuando, el nuevo filósofo dudaba todavía. Tal vez, pensaba, no he terminado aún mi odisea espiritual; acaso no he llegado más que al vestíbulo de la ciencia. Lo que le inquietaba era ver a unos hombres que, aunque perseguidos en todas partes, parecían poseer una serenidad de alma que ni los diálogos platónicos le habían dado a él. A pesar de las calumnias, de los tormentos y de la muerte, se les veía libres de todo temor, de toda tristeza, de toda turbación. ¿Qué nueva filosofía era esa que causaba efectos tan prodigiosos? "Ya cuando era platónico--dice Justino--, había oído hablar de los crímenes que se imputaban a los cristianos, pero viéndoles sin miedo delante de la muerte y de todos los peligros, no podía hacerme a la idea de que hombres como esos pudiesen vivir en el desorden y en el amor del placer". Nada más lógico que esta conclusión, y un hombre que sigue lealmente los dictados de su espíritu, tiene que encontrar a Dios necesariamente. Su entusiasmo lo llevará a la visión deseada. Así le sucedió al noble pensador de Siquem. Paseábase un día cerca de la playa, revolviendo, como siempre, el ovillo de sus pensamientos, cuando observó que se le acercaba un anciano de aspecto venerable. Justino, que se creía sólo, le declaró su sorpresa.


--Vengo--le respondió el desconocido--a ver si diviso en el horizonte la nave donde han de venir los míos.

--Y yo--repuso el filósofo--me distraigo aquí conversando conmigo mismo, pues nada favorece tanto el estudio como la soledad.

Y empezó una discusión filosófico-religiosa. Justino hizo un cálido elogio a la filosofía, como medio de llegar a la felicidad; el anciano, desdeñando las teorías, defendió que la felicidad está en la Verdad, hecha vida y sangre a fuerza de sacrificio. La filosofía, decía el uno, es la ciencia del ser; la filosofía, replicaba el otro, es la ciencia del obrar.
--No obstante--añadía el filósofo--yo sé por la filosofía que hay un ser Inmutable, principio de todas las cosas.
--Pero este conocimiento se convertiría en una nueva causa de inquietud, si ignoramos nuestras relaciones con ese der inmutable y su actitud frente a nosotros, y el verdadero camino, si es que hay uno para llegar a él.
Ante esta objeción, el entusiasmo platónico del joven empezó a enfriarse.
--Pero, bueno--decía--, si los grandes espíritus, a quienes consideramos como el oráculo de la Humanidad, no nos han dicho la verdad, ¿dónde vamos a encontrarla?
Esta pregunta es la que debía estar esperando el desconocido. Ella permitía desarrollsr un breve discurso catequístico en consonancia con la religión que profesaba. Dios, le dijo, no ha abandonado a su impotencia a la razón humana; ha enviado al mundo sus mensajeros para iluminar a los hombres de buena voluntad y sus mensajes podemos leerlos nosotros en libros donde hay maravillosas profecías que se han cumplido estrictamente. Busca en esos libros, que podrás encontrar lo mismo entrenlos hebreos que entre los cristianos y esa luz que buscas deslumbrará tus ojos.
"Dicho esto--continúa Justino--el anciano se despidió de mi, dejando mi corazón inflamado en deseos de conocer a los profetas y a los hombres amigos de Cristo. Después leí, reflexioné, medité, llegando al convencimiento de que había encontrado la única filosofía segura y útil. De esta nueva manera soy ahora filósofo y quisiera que todos siguiesen este mismo camino que yo, porque en él se encuentra el descanso completo de mi corazón.
El discípulo de Platón se había hecho discípulo de Cristo; mas no abandonó por eso el estudio de la filosofía. Viósele como antes, pasear por la orilla del mar absorto en sus meditaciones, buscar a los hombres de letras en el foro y en las termas, exponer audazmente su nueva filosofía, discutir con los herejes, con los judíos y con los paganos, escribir, enseñar, catequizar. Suyo es este bello principio, que realizó plenamente en su vida: "Poder decir la verdad y callarla, es atraer la cólera divina".



San Justino fue un gran apologista de la religión cristiana y fundador de la idea de las escuelas de teología que más tarde recogerían Clemente y Orígenes. Su confianza en la verdad lo llevó a dirigir dos memorias apologéticas a los emperadores defendiendo la honra de los cristianos, afirmando que el Verbo divino, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, les movía ocultamente con su gracia. No hay contradicción, decía, entre la razón y la fe, ésta es el complemento de aquélla; el cristianismo no ha venido a destruir, sino a purificar, a perfeccionar. Pero la mano que la Iglesia tendía al imperio con su embajador fue rechazada con desdén. Justino fue acusado de ateísmo y de impiedad, es decir, de ser cristiano. Una muerte generosa coronó aquella vida nobilísima. Todo reclama nuestra simpatía en esta gran figura: el amigo de la Verdad, el peregrino de la ciencia, el maestro, el apologista, el mártir.


Como bien decía San Justino, el Verbo ilumina a todos los hombres del mundo, por ello todos estamos obligados a buscar la Verdad; pero no todos lo escuchan y casi ninguno la busca. 


En nuestros días, además, el demonio, sagaz y ávido de ganar para sí las almas de los hombres, se las ha ingeniado para hacer creer a muchos que la Verdad no existe. Fulminando el objetivo supremo de nuestra razón, nos desarma en el camino hacia el fin último de nuestra existencia: la salvación de nuestra alma y su unión con Dios.



Fragmentos de la hagiografía extraídos de Fr. Justo Pérez de Urbel, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1934.