lunes, 5 de agosto de 2013

La Verdad y San Justino

  
San Justino (163)
FIESTA: 14 de abril




 
Algo del agua viva, que Jesús dio a los habitantes de Siquem el día de su diálogo con la Samaritana, quedaba todavía un siglo más tarde para saciar las almas sinceras. Ninguna tan sincera, acaso, en aquellos días de escepticismo, como la de Justino, este buen samaritano, si no de sangre, a menos de nacimiento, que fue el primero en lanzar un puente entre la filosofía antigua y el cristianismo. Amó la verdad con apasionamiento, y él mismo nos ha contado la historia emocionante de su itinerario espiritual. El amor de la verdad, unido a un profundo sentimiento de justicia, es el alma de toda su vida. El primer sistema que se ofrece a su consideración es el estoicismo. Es su hora. En el ambiente queda todavía el acento severo de Séneca y Epicteto. Justino recoge ávido sus promesas de felicidad por medio de la práctica de la virtud y por la tranquilidad en que envuelve el alma del sabio. Tal vez su imaginación juvenil quedaba fascinada ante la pompa teatral con que el maestro profiere sus máximas. Pero surge en el discípulo la pregunta inevitable: "Y de Dios, ¿qué me dices?" El profesor frunce el entrecejo, y responde con palabras desdeñosas. El joven estudiante había descubierto el punto flaco de la escuela. Sin una enseñanza dogmatica, aquella ética rigurosa no era más que un bello edificio levantado en el aire. "Me di cuenta--dice Justino--de que no avanzaba en lo más mínimo en el conocimiento de Dios; porque ni sabía nada mi maestro, ni creía esa ciencia necesaria". A la experiencia del Pórtico sigue la del Perípato. El discípulo de Aristóteles a quién se dirigió el adolescente era un espíritu fino, o por lo menos así se lo creía él. Introdujo a Justino en el mundo abstracto de los predicamentos y a los pocos días de lección le hizo esta reflexión categorica: "Bueno ya ves que la ciencia que yo enseño es muy preciosa, y como comprenderás no se puede dar de balde." El oyente quedó atónito. En su amable ingenuidad, casi infantil, no acertaba a comprender cómo un hombre que había encontrado la felicidad podía pensar en esa cosa miserable que se llama dinero. " Inmediatamente--confiesa él mismo-- dejé a mi hombre juzgándole indigno del nombre de filósofo, y codicioso siempre que aprender lo que es propiamente la esencia de la filosofía, fui en busca de un Pitagórico, hombre de mucha fama y orgulloso de su saber". Pero este filósofo era muy exigente con sus discípulos. Antes de revelarles sus pedanterías sutiles acerca de los números, debían haber estudiado mucho acerca de la naturaleza. "¿Conoces la música, la geometría y la astronomía?", preguntó al animoso postulante; y Justino le miraba un poco desconcertado, indagando qué misteriosa relación podían tener aquéllas cosas con la vida feliz que él buscaba en la filosofía. "Nada de todo eso he estudiado", contestó sencillamente. Y el pitagórico, con aire doctoral: no comprenderías nada de mis altas teorías, sin saber dónde está la Osa Mayor, Cánope o Arturo".


Quedaba otra escuela famosa, la de los platónicos, que entraba entonces en un período de renacimiento y que no tardaría en producir ilustres representantes y en organizar una cátedra famosa en el Museum alejandrino. Era alrededor del año 130. Justino estaba entonces en Efeso. El peregrino infatigable de la ciencia parece haber encontrado un maestro que comprendió la rectitud y la lealtad de su alma. Bajo su dirección, empezó a gustar las bellezas filosóficas y literarias de Fedro y el Simposio. Estaba encantado; más aún, entusiasmado. "Lo que sobre todo me alegraba--dice él mismo--era el conocimiento de las cosas inteligibles. La teoría de las ideas ponía alas en mi espíritu. Me imaginaba haber conseguido ya la sabiduría, y esperaba llegar pronto a la contemplación de Dios, que es el fin de la filosofía platónica".


De vez en cuando, el nuevo filósofo dudaba todavía. Tal vez, pensaba, no he terminado aún mi odisea espiritual; acaso no he llegado más que al vestíbulo de la ciencia. Lo que le inquietaba era ver a unos hombres que, aunque perseguidos en todas partes, parecían poseer una serenidad de alma que ni los diálogos platónicos le habían dado a él. A pesar de las calumnias, de los tormentos y de la muerte, se les veía libres de todo temor, de toda tristeza, de toda turbación. ¿Qué nueva filosofía era esa que causaba efectos tan prodigiosos? "Ya cuando era platónico--dice Justino--, había oído hablar de los crímenes que se imputaban a los cristianos, pero viéndoles sin miedo delante de la muerte y de todos los peligros, no podía hacerme a la idea de que hombres como esos pudiesen vivir en el desorden y en el amor del placer". Nada más lógico que esta conclusión, y un hombre que sigue lealmente los dictados de su espíritu, tiene que encontrar a Dios necesariamente. Su entusiasmo lo llevará a la visión deseada. Así le sucedió al noble pensador de Siquem. Paseábase un día cerca de la playa, revolviendo, como siempre, el ovillo de sus pensamientos, cuando observó que se le acercaba un anciano de aspecto venerable. Justino, que se creía sólo, le declaró su sorpresa.


--Vengo--le respondió el desconocido--a ver si diviso en el horizonte la nave donde han de venir los míos.

--Y yo--repuso el filósofo--me distraigo aquí conversando conmigo mismo, pues nada favorece tanto el estudio como la soledad.

Y empezó una discusión filosófico-religiosa. Justino hizo un cálido elogio a la filosofía, como medio de llegar a la felicidad; el anciano, desdeñando las teorías, defendió que la felicidad está en la Verdad, hecha vida y sangre a fuerza de sacrificio. La filosofía, decía el uno, es la ciencia del ser; la filosofía, replicaba el otro, es la ciencia del obrar.
--No obstante--añadía el filósofo--yo sé por la filosofía que hay un ser Inmutable, principio de todas las cosas.
--Pero este conocimiento se convertiría en una nueva causa de inquietud, si ignoramos nuestras relaciones con ese der inmutable y su actitud frente a nosotros, y el verdadero camino, si es que hay uno para llegar a él.
Ante esta objeción, el entusiasmo platónico del joven empezó a enfriarse.
--Pero, bueno--decía--, si los grandes espíritus, a quienes consideramos como el oráculo de la Humanidad, no nos han dicho la verdad, ¿dónde vamos a encontrarla?
Esta pregunta es la que debía estar esperando el desconocido. Ella permitía desarrollsr un breve discurso catequístico en consonancia con la religión que profesaba. Dios, le dijo, no ha abandonado a su impotencia a la razón humana; ha enviado al mundo sus mensajeros para iluminar a los hombres de buena voluntad y sus mensajes podemos leerlos nosotros en libros donde hay maravillosas profecías que se han cumplido estrictamente. Busca en esos libros, que podrás encontrar lo mismo entrenlos hebreos que entre los cristianos y esa luz que buscas deslumbrará tus ojos.
"Dicho esto--continúa Justino--el anciano se despidió de mi, dejando mi corazón inflamado en deseos de conocer a los profetas y a los hombres amigos de Cristo. Después leí, reflexioné, medité, llegando al convencimiento de que había encontrado la única filosofía segura y útil. De esta nueva manera soy ahora filósofo y quisiera que todos siguiesen este mismo camino que yo, porque en él se encuentra el descanso completo de mi corazón.
El discípulo de Platón se había hecho discípulo de Cristo; mas no abandonó por eso el estudio de la filosofía. Viósele como antes, pasear por la orilla del mar absorto en sus meditaciones, buscar a los hombres de letras en el foro y en las termas, exponer audazmente su nueva filosofía, discutir con los herejes, con los judíos y con los paganos, escribir, enseñar, catequizar. Suyo es este bello principio, que realizó plenamente en su vida: "Poder decir la verdad y callarla, es atraer la cólera divina".



San Justino fue un gran apologista de la religión cristiana y fundador de la idea de las escuelas de teología que más tarde recogerían Clemente y Orígenes. Su confianza en la verdad lo llevó a dirigir dos memorias apologéticas a los emperadores defendiendo la honra de los cristianos, afirmando que el Verbo divino, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, les movía ocultamente con su gracia. No hay contradicción, decía, entre la razón y la fe, ésta es el complemento de aquélla; el cristianismo no ha venido a destruir, sino a purificar, a perfeccionar. Pero la mano que la Iglesia tendía al imperio con su embajador fue rechazada con desdén. Justino fue acusado de ateísmo y de impiedad, es decir, de ser cristiano. Una muerte generosa coronó aquella vida nobilísima. Todo reclama nuestra simpatía en esta gran figura: el amigo de la Verdad, el peregrino de la ciencia, el maestro, el apologista, el mártir.


Como bien decía San Justino, el Verbo ilumina a todos los hombres del mundo, por ello todos estamos obligados a buscar la Verdad; pero no todos lo escuchan y casi ninguno la busca. 


En nuestros días, además, el demonio, sagaz y ávido de ganar para sí las almas de los hombres, se las ha ingeniado para hacer creer a muchos que la Verdad no existe. Fulminando el objetivo supremo de nuestra razón, nos desarma en el camino hacia el fin último de nuestra existencia: la salvación de nuestra alma y su unión con Dios.



Fragmentos de la hagiografía extraídos de Fr. Justo Pérez de Urbel, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1934.

1 comentario:

  1. Muy cierto lo que dijo San Justino: todos tenemos la OBLIGACIòN de buscar la Verdad,tristemente pocos lo hacen y entre los que la encuentran, muy pocos la ponen en pràctica...
    Pero esto viene de un conocimiento muy superficial y sin una sincera disposiciòn de la voluntad, pues si conocieran bien la Verdad la amarìan.

    MUY BUEN POST!!!!!!!!!!!!!!!!

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