martes, 29 de octubre de 2013

María merece toda nuestra confianza




Cuántos soberbios con la devoción a María han encontrado la humildad! ¡Cuántos iracundos la mansedumbre! ¡Cuántos ciegos la luz! ¡Cuántos desesperados la confianza! ¡Cuántos perdidos la salvación! Esto es cabalmente lo que profetizó en casa de Isabel, en el sublime cántico: “He aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 48). “Todas las generaciones –comenta san Bernardo–, porque todas ellas te son deudoras de la vida y de la gloria; porque en ti los pecadores encuentran el perdón y los justos la perseverancia en la gracia de Dios”. El devoto Laspergio presenta al Señor hablando así al mundo: “Pobres hombres, hijos de Adán que vivís en medio de tantos enemigos y de tantas miserias, tratad de venerar con particular afecto a vuestra madre. Yo la he dado al mundo como modelo para que de ella aprendáis a vivir como se debe, y como refugio para que a ella recurráis en vuestras aflicciones. Esta hija mía –dice Dios– la hice de tal condición, que nadie pueda temer o sentir repugnancia en recurrir a ella; por eso la he creado con un natural tan benigno y piadoso que no sabe despreciar a ninguno de los que a ella acuden, no sabe negar su favor a ninguno que se lo pida. Para todos tiene abierto el manto de su misericordia y no consiente que nadie se aparte desconsolado de su lado”. Sea por tanto bendita y alabada por siempre la bondad inmensa de nuestro Dios que nos ha dado a esta Madre tan sublime, como abogada la más tierna y amable. ¡Cuán tiernos eran los sentimientos de amor y confianza que tenía el enamorado san Buenaventura hacia nuestro amadísimo Redentor Jesús y hacia nuestra amadísima abogada María! “Aún cuando –decía él– el Señor (por un imposible) me hubiera reprobado, yo sé que ella no ha de rechazar a quien la ama y de corazón la busca. Yo la abrazaré con amor, y aunque no me bendijera, no la dejaré y no podrá partir sin mí. Y, en fin, aunque por mis culpas mi Redentor me echara de su lado, yo me arrojaré a los pies de su Madre María y allí postrado estaré y me conseguirá el perdón. Porque esta Madre de misericordia siempre sabe compadecerse de las miserias y consolar a los miserables que a ella acuden en busca de ayuda; por eso, si no por obligación, por compasión al menos inclinará a su Hijo a perdonarme”. “Míranos –exclama Eutimio–, míranos con esos tus ojos llenos de compasión, oh piadosísima Madre nuestra, porque somos tus siervos y en ti tenemos puesta toda nuestra confianza”.
EJEMPLO
Un devoto esposo y su mujer desesperada Se refiere en la cuarta parte del Tesoro del rosario que había un caballero devotísimo de la Madre de Dios que había mandado hacer en su palacio un pequeño oratorio en el que ante una hermosa imagen de la Virgen solía pasar los ratos rezando, no sólo de día, sino por la noche, interrumpiendo el descanso para ir a visitar a su amada Señora. Su esposa, dama por lo demás muy piadosa, observando que su marido, con el mayor sigilo, se levantaba del lecho, salía del cuarto y no volvía sino después de mucho tiempo, cayó la infeliz en sospechas de infidelidad. Un día, para librarse de esta espina que la atormentaba, se atrevió a preguntar a su marido si amaba a otra más que a ella. El caballero, con una sonrisa, le respondió: “Sí, claro, yo amo a la señora más amable del mundo. A ella le he entregado todo mi corazón; antes prefiero morir que dejarla de amar. Si tú la conocieras, tú misma me dirías que la amase más aún de lo que la amo”. Se refería a la santísima Virgen, a la que tan tiernamente amaba. Pero la esposa, despedazada por los celos, para cerciorarse mejor le preguntó si se levantaba de noche y salía de la estancia para encontrarse con la señora. Y el caballero, que no sospechaba la gran agitación que turbaba a su mujer, le respondió que sí. La dama, dando por seguro lo que no era verdad y ciega de pasión, una noche en que el marido, según costumbre, salió de la estancia, desesperada, tomó un cuchillo y se dio un tajo mortal en el cuello. El caballero, habiendo cumplido sus devociones, volvió a la alcoba, y al ir a entrar en el lecho lo sintió todo mojado. Llama a la mujer y no responde. La zarandea y no se mueve. Enciende una luz y ve el lecho lleno de sangre y a la mujer muerta. Por fin se dio cuenta de que ella se había matado por celos. ¿Qué hizo entonces? Volvió apresuradamente a la capilla, se postró ante la imagen de la Virgen y llorando devotamente rezó así: Madre mía, ya ves mi aflicción. Si tú no me consuelas, ¿a quién puedo recurrir? Mira que por venir a honrarte me ha sucedido la desgracia de ver a mi mujer muerta. Tú, que todo lo puedes, remédialo. ¿Y quién de los que ruegan a esta madre de misericordia con confianza no consigue lo que quiere? Después de esta plegaria siente que le llama una sirvienta y le dice: “Señor, vaya al dormitorio, que le llama la señora”. El caballero no podía creerlo por la alegría. “Vete –dijo a la doncella–, mira bien a ver si es ella la que me reclama”. Volvió la sirvienta, diciendo: “Vaya pronto, Señor, que la señora le está esperando”. Va, abre la puerta y ve a la mujer viva, que se echa a los pies llorando y le ruega que la perdone, diciéndole: “Esposo mío, la Madre de Dios, por tus plegarias, me ha librado del infierno”. Y llorando los dos de alegría fueron a agradecer a la Virgen en el oratorio. Al día siguiente mandó preparar un banquete para todos los parientes, a los que les refirió todo lo sucedido la propia mujer. Y les mostraba la cicatriz que le quedó en el cuello. Con esto, todos se inflamaron en el amor a la Virgen María.
ORACIÓN ESPERANZADA EN MARÍA
¡Madre del santo amor!
¡Vida, refugio y esperanza nuestra!
Bien sabes que tu Hijo Jesucristo,
además de ser nuestro abogado perpetuo
ante su eterno Padre
quiso también que tú fueras ante él
 intercesora nuestra para impetrarnos
las divinas misericordias.
Ha dispuesto que tus plegarias
ayuden a nuestra salvación;
les ha otorgado tan gran eficacia,
que obtienen de él cuanto le piden.

A ti, pues, acudo, Madre,
porque soy un pobre pecador.
Espero, Señora, que me he de salvar
por los méritos de Cristo y por tu intercesión.
Así lo espero, y tanto confío
que si de mí dependiera mi salvación
en tus manos la pondría,
porque más me fío de tu misericordia y protección
que de todas las obras mías.

No me abandones, Madre y esperanza mía,
como lo tengo merecido.
Que te mueva a compasión mi miseria;
socórreme y sálvame.
Con mis pecados he cerrado la puerta a las luces
y gracias que del Señor me habías alcanzado.
Pero tu piedad para con los desdichados
y el poder de que dispones ante Dios
superan al número y malicia de mis pecados.

Conozcan cielo y tierra, que el protegido por ti
jamás se pierde.
Olvídense todos de mí,
con tal de que de mí no te olvides,
Madre de Dios omnipotente.
Dile a Dios que soy tu siervo,
que me defiendes y me salvaré.
Yo me fío de ti, María;
en esta esperanza vivo
y en ella espero morir diciendo:
“Jesús es mi única esperanza, y tú,
después de Jesús, Virgen María”.


lunes, 21 de octubre de 2013

María ayuda a los pecadores

Refiere el P. Bovio que había una prostituta llamada Elena; habiendo entrado en la Iglesia, oyó casualmente una predicación sobre el rosario; al salir se compró uno, pero lo llevaba escondido para que no se lo viesen. Comenzó a rezarlo y, aunque lo rezaba sin devoción, la santísima Virgen le otorgó tales consolaciones y dulzuras al recitarlo, que ya no podía dejar de rezarlo. Con esto concibió tal horror a su mala vida, que no podía encontrar reposo, por lo cual se sintió impelida a buscar un confesor; y se confesó con tanta contrición, que éste quedó asombrado. Hecha la confesión, fue inmediatamente al altar de la santísima Virgen para dar gracias a su abogada. Allí rezó el rosario; y la Madre de Dios le habló así: “Elena, basta de ofender a Dios y a mí; de hoy en adelante cambia de vida, que yo te prometo colmarte de gracias”. La pobre pecadora, toda confusa, le respondió: “Virgen santísima, es cierto que hasta ahora he sido una malvada, pero tú, que todo lo puedes, ayúdame, a la vez que yo me consagro a ti; y quiero emplear la vida que me queda en hacer penitencia de mis pecados”. Con la ayuda de María, Elena distribuyó sus riquezas entre los pobres y se entregó a rigurosas penitencias. Se veía combatida de terribles tentaciones, pero ella no hacía otra cosa que encomendarse a la Madre de Dios, y así siempre quedaba victoriosa. Llegó a obtener gracias extraordinarias, revelaciones y profecías. Por fin, antes de su muerte, de cuya proximidad le avisó María santísima, vino la misma Virgen con su Hijo a visitarla. Y al morir fue vista el alma de esta convertida volar al cielo en forma de bellísima paloma.


viernes, 4 de octubre de 2013

4 de octubre: San Francisco de Asís

FRAGMENTO DE LA VIDA DE SAN FRANCISCO

Fue, dice Dante, como un sol que Dios puso sobre las montañas de Umbría para comunicar a la tierra luz y calor. Hijo de un rico mercader de Asís, el edén de la península itálica, creció entre las telas provenzales y los paños toscanos de la tienda paterna, en medio de la abundancia que proporciona una gran fortuna. Pronto se reveló como un hombre hábil para el negocio, "más ladino aún que su padre"; pero desperdiciador del ahorro, empezó a llamar la atención por su prodigalidad. Por sus venas corría la sangre provenzal de su madre. Ávido de goces y placeres, era el mozo más jaranero de la ciudad. Era más bajo que alto, moreno y no muy hermoso, pero con una simpatía irresistible, que le dio el cetro de la elegancia en medio de una juventud inquieta que consumía el tiempo entre el juego de los torneos caballerescos y los sutiles goces de la gaya ciencia de los trovadores.
Pero ya en ese tiempo, con el de los festines tenía otros dos amores: el de los pobres y el de la naturaleza. No era de los disipadores que no tienen un cuarto para un pordiosero, pero sí cien florines pista una fiesta. Por eso le dolió cuando, una vez, estando la tienda llena de parroquianos y él ocupado en servirlos, se despidió sin limosna a un mendigo que venía a pedirla. Desde entonces decidió socorrer a todo el que viniera a pedirle alguna cosa por amor de Dios. Instintivamente, este amor de Dios le veía como diluido en todas las cosas, y por eso, dice Tomás Celano, "causábale honda alegría la hermosura de los campos, la belleza de los viñedos, todo lo que es recreo y apacentamiento de los ojos".
A los veinte años cayó prisionero por defender a patria contra Perusa. En la cárcel asombraba a sus compañeros con sus cantos desbordantes de alegría: "No sabéis--exclamaba-- que a mi me espera un gran porvenir?" Era entonces un discípulo del entusiasmo caballeresco, embargado de visiones doradas de guerras, triunfos y principados.
A los veintidós años tuvo una enfermedad que lo puso a puertas de la muerte. Pronto empezó a observarse en él un cambio extraño. Desaparecía de casa para ocultarse en los yermos; andaba inquieto por conocer la voluntad de Dios; de prodigio, se había convertido en despreciador del dinero. Cuando no le quedaba ninguna moneda en el bolso, daba a los pobres la capa, el sombrero, el cinto y hasta la camisa. Quiso también saber lo que era pedir limosna,  y habiendo ido en peregrinación a Roma, cambió sus vestidos por los harapos de un mendigo, y empezó a pedir en francés. Dicen que hablaba en francés cuando se sentía dichoso. Esto era poco todavía. Iba una vez a caballo cuando descubrió a un leproso. Era la cosa que más le horrorizaba en el mundo. Sintió impulsos de volver atrás, pero no tardó en dominarse. Rápidamente descendió del caballo, se acercó al gafo, depositó su limosna en la mano consumida y disimulando la náusea besó los dedos cuajados de úlceras.
Los habitantes de Asís lo veían con frecuencia rezando en San Damián, pobre iglesia a las afueras de la ciudad que le gustaba por su soledad y por el gran Cristo bizantino que en ella había. Un día, este Cristo abrió los labios y el joven oyó estas palabras: "Francisco, repara mi casa". 
 

Pronto a obedecer el mandato divino, Francisco sale, coge su mula, la carga de lienzos y parte camino a Foligno. En breve tiempo encontró quien comprara los paños y la caballería. Después, presentándose al clérigo encargado de la iglesia, presentó el importe. Este proceder no podía ser muy del agrado de su padre, humillado por las extravagancias de su hijo. Lleno de rabia y de vergüenza, Bernardone encerró a Francisco en un oscuro sótano, del cual no volvió a salir hasta que lo liberó su madre en ausencia del mercader. Pedro Bernardone se presentó en la casa episcopal, querellándose de su hijo y pidiendo sus dineros. Padre e hijo comparecieron delante de la primera autoridad espiritual de la ciudad. El mozo escuchó la demanda de su padre y después, ¡maravilla única en el mundo! , retirándose a un lado, se despojó de preciosa ropa escarlata, y sereno, con brillantes ojos, llevando únicamente una faja de cerdas en la cintura, volvió a aparecer diciendo:
--Hasta ahora llamé padre a Pedro Bernardone; mas en este momento le entrego todo el dinero y los vestidos que de él tenía, así que en adelante no tendré que decir "¡Padre Pedro Bernardone!" sino "Padre Nuestro que estas en los cielos!"
Y salió del palacio con un tabardo del jardinero del obispo.
Entonces empieza una vida nueva para el magnánimo mancebo. Está finalmente convencido de que la dama de sus pensamientos no puede ser otra que la pobreza. Con ella vive en las cavernas y en los desiertos. Es un predicador de la penitencia, la paz y de la sencillez y pobreza de Cristo.
Un día de febrero de 1209, Francisco penetró con más claridad su destino al oir durante la misa aquellas palabras del Salvador: "No tengáis oro ni plata en vuestras bolsas, ni de saco para viaje, ni sandalias ni bastón". "Esto es lo que yo quiero con todas mis fuerzas", exclamó y desde entonces se le vio practicar literalmente ese consejo. En menos de un año ya lo seguía una docena de frailes y Francisco escribió para ellos una regla muy breve y sencilla aprobada por Inocencio III en 1210, y cuyos principales rasgos eran la pobreza y la humildad, reflejadas también en el título de frailes menores con que quiso que se designasen sus discípulos. En 1212, una noble joven de Asís, llamada Clara, se puso bajo su dirección con algunas compañeras, y así nació la Orden de las Pobres Clarisas. Más tarde se encontró con muchas almas buenas que deseaban imitar aquel espíritu de pobreza y penitencia en medio del mundo, y para ellas organizó su Orden Tercera.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Refutaciones al modernista creyente

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Como decíamos en la publicacion anterior el modernista creyente pone las cosas de cabeza. Mientras él afirma que la religión se basa en el sentimiento y la experiencia de cada persona, nosotros sabemos que es todo lo contrario. La religión no depende de la experiencia personal porque entonces habría tantas religiones como personas en el mundo y también, contrariamente a sus postulados, debemos afirmar que la religión puede constatarse por medio de la razón, y por medio de la razón se puede determinar cuál es la verdadera religión y por qué. Tales afirmaciones forman parte de la refutación del primer error y por ende ya han sido expuestas, pero veamos lo que encontré en el libro La religión demostrada  de P. A. Hillaire acerca de la fe y la razón.

DECRETOS DEL  CONCILIO  VATICANO  I
DE  LA  FE  Y  D  LA  RAZÓN 

“La Iglesia católica ha admitido siempre y admite que existen dos órdenes de conocimientos distintos en su principio y en su objeto: en su principio, porque en el uno conocemos por la razón natural, y en el otro, por la fe divina; en su objeto, porque, fuera de las cosas que la razón puede alcanzar, hay misterios ocultos en Dios que son presupuestos a nuestra creencia, y que no pueden ser conocidos por nosotros, si no son debidamente revelados.
”Por esto el Apóstol, que afirma que Dios fue conocido por los gentiles mediante sus obras, cuando diserta sobre la gracia y la verdad traídas por Jesucristo, dice: Predicamos la sabiduría de Dios, encerrada en el misterio, esta sabiduría oculta, a la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este mundo ha conocido, sino que Dios nos la reveló por su Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Y el Hijo Único de Dios rinde a su Padre este testimonio: que Él ha ocultado estos misterios a los sabios y a los prudentes, y los ha revelado a los pequeñuelos.
”La razón, indudablemente, iluminada por la fe, cuando busca con diligencia, piedad y moderación, adquiere, con la ayuda de Dios, una cierta inteligencia de los misterios, y esta inteligencia le es muy provechosa. La razón adquiere esta inteligencia, bien por analogía con las cosas que conoce naturalmente, o bien por los vínculos que los misterios guardan entre sí y con el fin último del hombre.
”Sin embargo, la razón jamás alcanza a penetrar los misterios de igual modo que  las  verdades  que constituyen su  objeto  propio.  Porque  los  misterios divinos por propia naturaleza, de tal manera superan la inteligencia creada que, aun después  de  trasmitirlos  por  la  revelación  y  recibidos  por  la  fe,  permanecen todavía envueltos como en una nube, mientras viajamos en esta vida mortal, lejos del Señor: Marchamos hacia Él por la fe, y no le vemos al descubierto.
”Pero aunque la fe esté sobre la razón, jamás puede existir entre la fe y la razón el menor desacuerdo ni oposición. El mismo Dios es el que revela los misterios y le infunde la fe, el que ha dado al espíritu del hombre la luz de la razón. Ahora bien, Dios no puede contradecirse a sí mismo, y la verdad jamás estará en contradicción con la verdad.
Las vanas apariencias de semejante contradicción proceden particularmente, o de que los dogmas de la fe no han sido comprendidos y expuestos en el sentido  de  la  Iglesia,  o  de  que  opiniones  falsas  son  tomadas  como  enunciados  de  la razón. Nosotros definimos pues, que toda aserción contraria a la verdad conocida por la fe es absolutamente falsa. La Iglesia que ha recibido, con la misión apostólica de enseñar, la orden de guardar el depósito de la fe, tiene también la misión y el derecho divino de proscribir toda falsa ciencia para que nadie sea engañado por la filosofía y las vanas sutilezas...
Y no solamente la fe y la razón no pueden jamás estar en pugna, sino que se prestan mutuo apoyo, puesto que la razón demuestra los fundamentos de la fe, e ilumina por su luz, cultiva y desarrolla la ciencia de las cosas divinas. La fe, por su parte, libra y preserva a la razón de los errores y la enriquece de amplios conocimientos. Tan lejos está la Iglesia de oponerse al estudio de las artes y de las ciencias, que, al contrario, favorece este estudio y lo hace progresar de mil maneras.
”La  Iglesia  no  ignora  ni  desprecia  las  ventajas  que  las ciencias  y  las  artes procuran al hombre. Más todavía: reconoce que así como estas grandes cosas vienen de Dios, Señor de las ciencias, así también, si se las cultiva como conviene, deben, con el auxilio de la gracia, llevarnos a Dios. La Iglesia no prohíbe en manera alguna que cada una de estas ciencias se sirva en su esfera de sus propios principios y de su método; pero reconociendo esta legítima libertad, vigila que las ciencias no adopten errores que los pongan en oposición con la doctrina divina”.
La revelación no ha sido propuesta al espíritu humano como un descubrimiento filosófico susceptible de perfeccionamiento, sino como un depósito que debe ser fielmente guardado. El sentido fijado a cada dogma por una primera definición de la Iglesia es infalible e invariable. La inteligencia, la ciencia, la sabiduría de
cada uno y de todos pueden progresar indefinidamente, pero sin apartarse de la unidad del dogma."

Y forzosamente debe ser así para que la religión tenga sentido, de lo contrario, si no hubiera un depósito de fe a prueba de error, cada quien podría interpretar la religión y sucedería lo mismo que si en un país cada quien interpretara las leyes a su arbitrio. Sobrevendría, en fin, el caos total.

Así las cosas, podemos también probar la divinidad de la religión cristiana y, desde luego la divinidad de Jesucristo.

Pietro Perugino: Jesus Handing the Keys to Peter

¿Cómo sabemos que la religión cristiana es divina?
R. Lo sabemos por señales ciertas e infalibles, como son las siguientes:
El cumplimiento de las antiguas profecías en la persona de Jesucristo. Ejemplo: 
Milagros del Mesías. – Según la profecía de Isaías, Cristo debía confirmar su doctrina con milagros: Dios mismo vendrá y os salvará. Entonces, los ojos de los ciegos serán abiertos, los sordos oirán, el cojo saltará como un ciervo, y la lengua de los mudos será desatada. Y tales fueron los milagros de Jesucristo. 
La Pasión de Cristo. – Todos los pormenores de la Pasión habrían sido anunciados con mucha anticipación: basta indicar las principales profecías. Zacarías predice la entrada triunfal del Mesías en Jerusalén y los treinta dineros entregados al traidor.
David en el salmo 21, describe la pasión del Mesías, y le presenta oprimido de ultrajes, rodeado por un populacho que le insulta; tan deshecho por los golpes recibidos, que se le pueden contar todos los huesos; ve sus manos y sus pies traspasados, sus vestiduras repartidas, su túnica sorteada, etc.
Isaías muestra al Mesías cubierto de oprobios, convertido en el varón de dolores, llevado al suplicio como un cordero sin exhalar una queja... El profeta tiene cuidado de afirmar hasta doce veces que Cristo sufre por expiar los pecados de los hombres. Él es  nuestro  rescate,  nuestra  víctima,  nuestro  Redentor.  El  capítulo LIII  de  Isaías, como el Salmo XXI, no tiene aplicación más que a Nuestro Señor Jesucristo; luego, Él es el Redentor prometido.
2° Los milagros magníficos obrados por el Salvador. Ejemplos: Milagros sobre la naturaleza inanimada: Jesucristo convierte el agua en vino en las bodas de Caná; dos veces multiplica el pan para alimentar a las muchedumbres; con su palabra calma las tempestades, etc.
Milagros  sobre  las  enfermedades:  Jesucristo  sana  toda  clase  de  enfermos;  devuelve la vista a los ciegos, el oído a los sordos, la palabra a los mudos, el uso de los miembros a los paralíticos, etc.

3° El gran milagro de la Resurrección.
El Salvador se muestra vivo:
1. A María Magdalena. 
2. A las santas mujeres que regresaban del sepulcro.
3. A Santiago y a San Pedro, Príncipe de los apóstoles.
4. A los dos discípulos de Meaux, el día de Pascua.
5. La noche del mismo día, a los apóstoles reunidos en el Cenáculo, estando ausente Tomás.
6. Ocho días más tarde, a los mismos apóstoles, reunidos todos en el Cenáculo con Santo Tomás.
7. A cinco apóstoles y a dos discípulos en el lago de Genezaret.
8. En Galilea, a más de quinientas personas reunidas en el Tabor.
9. A los apóstoles reunidos en Jerusalén con muchos discípulos. Con ellos sube al monte de los Olivos, de donde se eleva al cielo en presencia de ciento veinte testigos.
10. Finalmente, se muestra a Saulo, en el camino de Damasco, y este ardiente perseguidor de la Iglesia se convierten San Pablo, el apóstol de las gentes. 


Caravaggio: Doubting Thomas4° Las profecías hechas por Jesucristo y perfectamente realizadas. 
1. Respecto de su persona, su pasión, su muerte y su resurrección.
2. En cuanto a sus discípulos, la traición de Judas, la triple negación de Pedro, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, los futuros milagros de éstos, sus padecimientos y su martirio.
 3. Respecto de los judíos, la ruina de Jerusalén, la destrucción del templo y la dispersión del pueblo judío.
4. Acerca de su Iglesia, la predicación del Evangelio en todo el universo, la conversión de los pueblos y la duración hasta el fin de los tiempos de la Iglesia.
5° El establecimiento milagroso de la religión cristiana, en contra de grandes obstáculos políticos, geográficos, lingüísticos, persecusiones y todo en manos de hombres de origen humilde y sin preparación, cuya única arma era la fe. 
"Si dijeras que nadie ha visto milagros, te respondo: Es sabido que el mundo entero daba culto a los ídolos y perseguía la fe de Cristo, según narran hasta los mismos historiadores paganos; pero ahora se han convertido a Cristo todos, sabios, nobles, ricos, poderosos y grandes, ante la predicación de unos sencillos, pobres y escasos predicadores  de  Cristo.   O  se   ha   realizado   esto  con  milagros,  o   sin   ellos.  Si   con milagros, ya tienes la respuesta. Si sin ellos, diré que no pudo darse milagro mayor que el que el mundo entero se convirtiese sin milagros. No necesitamos más." (Santo Tomás de Aquino)

6° La fidelidad y el número de sus mártires.  La historia testifica que millones de hombres testigos de los milagros de Jesucristo o de los apóstoles, afrontaron los suplicios y la muerte antes que renegar
de su religión. No pudieron proceder así sin estar convencidos de la realidad de los hechos que sirven de fundamento al Cristianismo.
La  constancia  de  los  mártires  en  los  suplicios  es  superior  a  las  fuerzas humanas. Su valor no puede venir sino de Dios: ellos lo declaran, los paganos los reconocen, y Dios lo confirma con milagros. 










7° Los frutos admirables producidos por el Cristianismo. Habituados a vivir en un mundo saturado de ideas cristianas, atribuimos al progreso del espíritu humano lo que hay de bueno en nuestros conocimientos, en nuestras costumbres, en nuestras leyes, en nuestra civilización: es una ilusión. Para caer en la cuenta de la verdad, basta considerar lo que era el mundo antes de la venida de Jesucristo, después de cuatro mil años de razón, de filosofía y de progreso humano.
8° La excelencia verdaderamente divina de la doctrina de Jesucristo. Ejemplo: La moral cristiana explica perfectamente toda la ley natural y le añade algunos preceptos positivos de mucha importancia. Reglamenta todos los deberes del hombre para con Dios, para con el prójimo y para consigo mismo. Proscribe toda falsa, incluso el mal pensamiento voluntario; impone todas las virtudes, y da consejos muy apropiados para llegar a la más alta perfección.

 ¿Por qué debemos creer que Nuestro Señor Jesucristo es Dios?
R. Debemos creer que Jesucristo es Dios, porque Él lo revela con sus palabras y lo prueba con sus obras.
1º Jesucristo nació como Dios; 2º, habló como Dios; 3º, obró como Dios; 4º, murió como Dios; 5º, resucitó como Dios; 6º, reina como Dios; 7º, se sobrevive como Dios.
Para averiguar lo que es un hombre, parece natural empezar preguntándole, como los judíos a San Juan Bautista: ¿Quién eres tú? ¿Qué dices de ti mismo? Reservándose el ver después si sus obras y su vida están conformes con su respuesta.
A esta pregunta, Jesús responde de una manera categórica:  Yo no soy solamente un Enviado de Dios para revelar a la tierra las voluntades del cielo, sino que soy el Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Lo dijo a sus discípulos, a sus enemigos, al pueblo judío, al mundo entero por medio de sus apóstoles y a los siglos venideros por medio de su Iglesia.
1º Hemos probado ya que Jesucristo es un Enviado de Dios, encargado de instruir a los hombres. Que se debe creer en la palabra de un Enviado de Dios es indudable; pero como Jesucristo  nos revela formalmente que Él es el Hijo de Dios, no  solamente  por  adopción  como  nosotros, sino  por  naturaleza,  debemos  inferir que verdaderamente es Dios.
2º Por si esta afirmación no bastara, Jesucristo lo prueba con sus obras:
a)   Con sus milagros tan numerosos y tan ciertos.
b)   Con sus profecías perfectamente realizadas.
c)   Con la santidad de su doctrina y de su vida.
d)   Con su reinado inmortal sobre las almas.
e)   Con el establecimiento y conservación de su Iglesia. 







miércoles, 25 de septiembre de 2013

Segundo error: la experiencia individual

El modernista como creyente



Para continuar con la descripción de los personajes representativos del modernismo, toca ahora hablar sobre el creyente.
¿Qué diferencia al modernista creyente del modernista filósofo? Pues bien, el creyente reconoce la existencia de lo divino con absoluta independencia del hombre. En otras palabras, el filósofo considera que la divinidad existe sólo en la medida en que el hombre cree que es así; mientras que el creyente considera que la divinidad existe independientemente de si el hombre lo cree o no.

¿En dónde radica, pues, el error de este modernista creyente? En la idea errada de que la religión se debe basar en la experiencia particular de cada hombre, idea que los hace caer en el error de los protestantes y seudomísticos. La explicación que dan es la siguiente:

En el sentimiento  religioso se descubre una cierta intuición del corazón;  gracias a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, supera con mucho  a toda persuasión científica.  Esta verdadera experiencia es superior a cualquiera otra racional; y si alguno,  como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa  colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca.  Y tal experiencia es la que hace creyente  al que la ha conseguido. 

¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano. 

 Y así, como un error lleva a otro, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere que toda religión es verdadera, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran  en todas las religiones experiencias de este género?  Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco,  y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Así, algunos veladamente  y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra forma,  pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían  de falsedad a una religión cualquiera?  Para lograrlo tendrían que admitir la falsedad del sentimiento religioso o usar una fórmula brotada del entendimiento.

En favor de la religión católica estos creyentes a lo mucho argumentarán que por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes  del cristianismo.  Pero nada más.

Otra error que abiertamente se contrapone con la Verdad católica es que según estos creyentes modernistas, la misma tradición es la comunicación de otra experiencia que ha trascendido los siglos por ser un sentimiento real; de nuevo, como consecuencia de esa idea arrada, todas las religiones serían verdaderas por el simple hecho de existir, ya que si no lo fueran, ya no vivirían.

En cuanto a la ciencia y la fe, su postura es que la una y la otra se debe ocupar de su materia sin siquiera intentar cuestionarse la una a la otra, porque si cada una se encierra en su esfera, nunca  podrán
encontrarse  ni, por lo tanto, contradecirse. 


Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque  esas cosas se cuenten  entre los fenómenos,  en cuanto las penetra la vida de la fe, ésta las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo  sensible y convertidas  en materia del orden divino, de forma que no deben cuestionarse. No obstante, según estos errados creyentes, la fe sí debe someterse a la ciencia, a la moral y a la filosofía y debe, por ende, adaptarse a sus cambios.

 Los modernistas invierten sencillamente  los términos:  a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro,  escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados  como odres por el espíritu  de la vanidad, se empeñan  en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres,... seducidos por varias y extrañas
doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan  a la reina a servir a la esclava».


Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse  a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran  a la Iglesia,  porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto,  desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva  que obedezca a los delirios de los filósofos. 

En términos teológicos, el modernista propaga los siguientes errores.

a) La fe. Dios es inherente al hombre y las representaciones de la realidad divina son simbólicas, además se añade otro principio que se puede llamar permanencia divina y consiste en que la vida de los cristianos es divina, por ser gérmenes que viven en la simiente que es Cristo, y la vida de Cristo es divina, no por ser verdadero Dios sino por haber alcanzado un alto nivel espiritual y fundado una religión.

b) El dogma. Surge de una definición sancionada por el magisterio y responde a un deseo de ilustrar los pensamientos y conciencia de los que profesan la religión. Y en lo tocante al culto sagrado y los sacramentos, aseguran como en todo lo demás que surge de impulsos íntimos o necesidades, para dar a la religión algo de sensible, pero que en realidad son puros signos y símbolos carentes de significado verdadero, que responden al puro sentimiento religioso. Lo cual ya fue condenado por el concilio de Trento: "Si alguno dijiere que estos sacramentos fueron instituidos sólo para alimentar la fe, sea excomulgado".

c) Los libros sagrados. Al igual que los sacramentos responden a la necesidad del hombre de explicar el origen de las cosas, y su necesidad de Dios, su divinidad procede de ese mismo sentimiento y le dan a la inspiración divina un matiz absolutamente subjetivo, volviéndola algo opinable.

d) La Iglesia. Surge desde el momento en que se presenta una colectividad de fieles que dependen de su primer creyente, es decir de Cristo, si se trata de católicos. Para ellos la autoridad de la Iglesia no es dada por Dios sino por los mismos hombres, por lo cual la Iglesia debería adaptarse a los modelos seguidos por el hombre en otros ámbitos y adoptar un modelo democrático, o de lo contrario desaparecer. El Estado se debe separar de la Iglesia, el católico del ciudadano. Señalar, bajo cualquier pretexto, al
ciudadano el modo de obrar es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo  debe rechazarse. La "libertad" del hombre debe someter a la autoridad eclesiástica. Como el único fin de la potestad eclesiástica se refiere a cosas espirituales, se ha de desterrar todo culto externo.




e) La evolución. Dice el modernista que en toda religión viva, nada existe que no sea variable y que por lo tanto no deba variarse. Así las cosas, el dogma, la Iglesia y el culto sagrado deben someterse a las leyes de la evolución y debe cambiar conforme a los tiempos. Dos fuerzas luchan en este proceso, la conciencia individual progresista y la fuerza conservadora representada por la tradición y las autoridades eclesiásticas. Dos fuerzas que, empero, están sujetas a un pacto tácito. 

S.S. San Pío X describe así el modo sistemático en que actúa el progresista:

"Fácil es ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto cuando comprenden que se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como culpa, lo tienen ellos como un deber de conciencia.  Nadie mejor que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues la penetran  más íntimamente  que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas necesidades, y por eso se sienten obligados a hablar y escribir públicamente.  Castíguelos,  si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y por íntima  experiencia saben que se les debe alabanzas y no reprensiones.  Ya se les alcanza  que ni el progreso se hace sin luchas ni hay luchas  sin víctimas:  sean ellos, pues, las víctimas,  a ejemplo de los profetas y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga, porque así se retrasa el «progreso» de las almas; llegará, no obstante, la hora de destruir esas tardanzas,  pues las leyes de la evolución  pueden refrenarse,  pero no del todo aniquilarse. Continúan  ellos por el camino emprendido; lo continúan,  aun después de reprendidos y condenados, encubriendo su increíble  audacia con la máscara de una aparente humildad.  Doblan fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque creen que la autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es necesario continuar  en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente  la conciencia colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que reconocen que disiente de ellos la conciencia colectiva,  y que, por lo tanto,  no tienen derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma".

Pío IX escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas alabanzas al progeso humano,  quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo  en la religión católica, como si la religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invento  filosófico que con trazas humanas  pueda perfeccionarse».      

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Reina de Misericordia


Del libro Las glorias de Maria de San Alfonso María Ligorio

Pregunta san Bernardo: ¿Por qué la Iglesia llama a María reina de 
misericordia? Y responde: “Porque ella abre los caminos insondables de la misericordia de Dios a quien quiere, cuando quiere y como quiere, porque no hay pecador, por enormes que sean sus pecados, que se pierda si María lo protege”. Pero podremos temer que María se desdeñe de interceder por algún 
pecador al verlo demasiado cargado de pecados? ¿O nos asustará, tal vez, la majestad y santidad de esta gran reina? No, dice san Gregorio; cuanto más elevada y santa es ella, tanto más es dulce y piadosa con los pecadores que quieren enmendarse y a ella acuden”. Los reyes y reinas, con la majestad que ostentan, infunden terror y hacen que sus vasallos teman aparecer en su presencia. 

Pero dice san Bernardo: ¿Qué temor pueden tener los miserables de acercarse a esta reina de misericordia si ella no tiene nada que aterrorice ni nada de severo para quien va en su busca, sino que se manifiesta toda dulzura y cortesía? ¿Por qué ha de temer la humana fragilidad acercarse a María? En ella no hay nada de austero ni terrible. 

Es todo suavidad ofreciendo a todos leche y lana”. María no sólo otorga dones, sino que ella misma nos ofrece a todos la leche de la misericordia para animarnos a tener suma confianza y la lana de su protección para embriagarnos contra los rayos de la divina justicia.
Narra Suetonio que el emperador Tito no acertaba a negar ninguna gracia a quien se la pedía; y aunque a veces prometía más de lo que podía otorgar, respondía a quien se lo daba a entender que el príncipe no podía despedir descontento a ninguno de los que admitía a su presencia. Así decía Tito; pero o mentía o faltaba a la promesa. Mas nuestra reina no puede mentir y puede obtener 
cuanto quiera para sus devotos. Tiene un corazón tan piadoso y benigno, que no puede sufrir el dejar descontento a quien le ruega. “Es tan benigna –dice Luis Blosio- que no deja que nadie se marche triste”. Pero ¿cómo puedes, oh María –le pregunta san Bernardo-, negarte a socorrer a los miserables cuando eres la reina de la misericordia? ¿Y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? 

Tú eres la reina de la misericordia, y yo, el más miserable pecador, soy el primero de tus vasallos. Por tanto reina sobre nosotros, oh reina de la misericordia”. Tú eres la reina de la misericordia y yo el pecador más miserable de todos; por tanto, si yo soy el principal de tus súbditos, tú debes tener más cuidado de mí que de todos los 
demás. Ten piedad de nosotros, reina de la misericordia, y procura nuestra salvación.

Y no nos digas, Virgen santa, parece decirle Jorge de Nicomedia, que no puedes ayudarnos por culpa de la multitud de nuestros pecados, porque tienes tal poder y piedad que excede a todas las culpas imaginables. Nada resiste a tu poder, pues tu gloria el Creador la estima como propia, pues eres su madre. Y el Hijo, 
gozando con tu gloria, como pagándose una deuda, da cumplimiento a todas tus peticiones. Quiere decir que si bien María tiene una deuda infinita  con su Hijo por haberla elegido como su madre, sin embargo, no puede negarse que también el Hijo está sumamente agradecido a esta Madre por haberle dado el ser humano; por lo cual Jesús, como por recompensar cuanto debe a María, gozando con su gloria, la honra especialmente escuchando siempre todas su plegarias.

Sección Mariana en la Perfecta Alegría

Queridos amigos;

Como parte de la sección mariana de la Perfecta Alegría, empezaré a publicar algunas entradas referentes a historias piadosas que nos harán conocer más a la Santísima Madre de Nuestro Señor Jesucristo y Madre nuestra, la Virgen María. 

Ante todo quiero hacer mías las palabras de San Luis Maria Grignon de Monfort, quien en su libro de El secreto admirable del santo rosario para la salvación de las almas dice:

"No dudo de que las gentes críticas y orgullosas de hoy, al leer estas historias, pongan en duda su autenticidad, como han hecho siempre[...]

Todo el mundo sabe, por otra parte, que hay tres clases de fe para las diferentes  historias. A los acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura debemos una fe divina. A los relatos profanos, que no repugnan la razón y han sido escritos por serios autores, una fe humana. A las historias piadosas referidas por buenos autores y no contrarias a la razón, la fe o las buenas costumbres, aunque a veces sean extraordinarias, una fe piadosa.   
Confieso que no debemos ser ni muy crédulos ni muy críticos, sino optar siempre por el justo medio para descubrir dónde se hallan la verdad y la virtud. Pero estoy convencido igualmente que así como la caridad cree fácilmente cuanto no es contrario a la fe ni a las buenas costumbres –«La caridad todo lo cree» (1 Cor 13,7)–, del mismo modo, el orgullo lleva a negar casi todas las historias bien fundadas, so pretexto de que no se encuentran en la Sagrada Escritura.  Es la trampa tendida por Satanás, en la que cayeron los herejes que negaban la Tradición. Trampa en la que caen, sin darse cuenta, los críticos de hoy, que no creen lo que no comprenden o no les agrada, sin más motivo que su orgullo y autosuficiencia".  

Leamos, pues, estas historias con fe piadosa y enriquescamos nuestra fe con ellas. Conforme avancemos en las lecturas de las mismas, nos daremos cuenta de qué bello regalo nos dio Dios al darnos a su Madre, como Madre nuestra. 

"Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 29,16)

Refutación del primer error

Fragmentos del libro El criterio de Jaime Balmes.


Capítulo XXI

Religión
§ I
Insensato discurrir de los indiferentes en materia de religión
     Impropio fuera de este lugar un tratado de religión, pero no lo serán algunas reflexiones para dirigir el pensamiento en esta importantísima materia. De ella resultará que los indiferentes o incrédulos son pésimos pensadores.
     La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino que, según las leyes eternas, me haya de caber. Cuando suene la última hora será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo qué hay de verdad en ella, y que si digo: «Sea lo que fuere de la religión, ni quiero pensar en ella», hablo como el más insensato de los hombres.
     Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que a tantearlos se atreviese. El insensato dice: «¿Qué me importan a mí esas cuestiones?» y se arroja al río sin mirar por dónde. He aquí el indiferente en materias de religión.
§ II
El indiferente y el género humano
     La humanidad entera se ha ocupado y se está ocupando de la religión; los legisladores la han mirado como el objeto de la más alta importancia; los sabios la han tomado por materia de sus más profundas meditaciones; los monumentos, los códigos, los escritos de las épocas que nos han precedido nos muestran de bulto este hecho que la experiencia cuida de confirmar; se ha discurrido y disputado inmensamente sobre la religión; las bibliotecas están atestadas de obras relativas a ella, y hasta en nuestros días la Prensa va dando otras a luz en número muy crecido; cuando, pues, viene el indiferente y dice: «Todo esto no merece la pena de ser examinado; yo juzgo sin oír: estos sabios son todos unos mentecatos; éstos legisladores, unos necios; la humanidad entera es una miserable ilusa; todos pierden lastimosamente el tiempo en cuestiones que nada importan», ¿no es digno de que esa humanidad, y esos sabios, y esos legisladores se levanten contra él, arrojen sobre su frente el borrón que él les ha echado y le digan a su vez: «¿Quién eres tú, que así nos insultas, que así desprecias los sentimientos más íntimos del corazón y todas las tradiciones de la humanidad; que así declaras frívolos lo que en toda la redondez de la tierra se reputa grave e importante? ¿Quién eres tú? ¿Has descubierto, por ventura, el secreto de no morir? Miserable montón de polvo, ¿olvidas que bien pronto te dispersará el viento? Débil criatura, ¿cuentas acaso con medios para cambiar tu destino en esa región que desconoces? La dicha o la desdicha, ¿son para ti indiferentes? Si existe ese juez, de quien no quieres ocuparte, ¿esperas que se dará por satisfecho si al llamarte a juicio le respondes: «¿Y a mi qué me importaban vuestros mandatos ni vuestra misma existencia?» Antes de desatar tu lengua con tan insensatos discursos date una mirada a ti mismo, piensa, en esa débil organización que el más leve accidente, es capaz de trastornar, y que brevísimo tiempo ha de bastar a consumir, y entonces siéntate sobre una tumba, recógete y medita.»
§ III
Tránsito del indiferentismo al examen. -Existencia de Dios
     Curado el buen pensador de achaque del indiferentismo, convencido profundamente de que la religión es el asunto de más elevada importancia, debiera pasar más adelante y discurrir de esta manera: «¿Es probable que todas las religiones no sean más que un cúmulo de errores y que la doctrina que las rechaza a todas sea verdadera?»
     Lo primero que las religiones establecen o suponen es la existencia de Dios. ¿Existe Dios? ¿Existe algún Hacedor del Universo? Levanta los ojos al firmamento, tiéndelos por la faz de la tierra, mira lo que tú mismo eres, y viendo por todas partes grandor y orden di, si te atreves: «El acaso es quien ha hecho el mundo; el acaso me ha hecho a mí; el edificio es admirable, pero no hay arquitecto; el mecanismo es asombroso, pero no hay artífice; el orden existe sin ordenador, sin sabiduría para concebir el plan, sin poder para ejecutarle.» Este raciocinio, que tratándose de los más insignificantes artefactos sería despreciable y hasta contrario al sentido común, ¿se podrá aplicar al universo? Lo que es insensato con respecto a lo pequeño, ¿será cuerdo con relación a lo grande?
§ IV
No es posible que todas las religiones sean verdaderas
     Son muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el Mesías no ha venido; los cristianos, que sí; los musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta; los cristianos le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral; los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas partes, unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir que todas las religiones son verdaderas.
     Además, toda religión se dice bajada del cielo; la que lo sea será la verdadera, las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura.
§ V
Es imposible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios
     ¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle grato el mal; luego, al afirmar que todas las religiones son igualmente buenas, que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la verdad y bondad del Criador.
§ VI
Es imposible que todas las religiones sean una invención humana
     ¿No sería lícito pensar que no hay ninguna religión verdadera, que todas son inventadas por el hombre? No. ¿Quién fue el inventor? El origen de las religiones se pierde en la noche de los tiempos: allí donde hay hombres, allí hay sacerdote, altar y culto. ¿Quién será ese inventor, cuyo nombre se habría olvidado, y cuya invención se habría difundido por toda la tierra, comunicándose a todas las generaciones? Si la invención tuvo lugar entre pueblos cultos, ¿cómo se logró que la adoptasen los bárbaros y hasta los salvajes? Si nació entre bárbaros, ¿cómo no la rechazaron las naciones cultas? Diréis que fue una necesidad social y que su origen está en la misma cuna de la sociedad. Pero entonces se puede preguntar: ¿Quién conoció esta necesidad, quién discurrió los medios de satisfacerla, quién excogitó un sistema tan a propósito para enfrenar y regir a los hombres? Y una vez hecho el descubrimiento, ¿quién tuvo en su mano todos los entendimientos y todos los corazones para comunicarles esas ideas y sentimientos que han hecho de la religión una verdadera necesidad y, por decirlo así, una segunda naturaleza?
     Vemos a cada paso que los descubrimientos más útiles, más provechosos, más necesarios permanecen limitados a esta o aquella nación, sin extenderse a las otras durante mucho tiempo y no propagándose sino con suma lentitud a las más inmediatas o relacionadas; ¿cómo es que no haya sucedido lo mismo en lo tocante a la religión? ¿Cómo es que en la invención maravillosa hayan tenido conocimiento todos los pueblos de la tierra, sea cual fuere su país, lengua, costumbres, barbarie o civilización, grosería o cultura?
     Aquí no hay medio: o la religión procede de una revelación primitiva o de una inspiración de la naturaleza; en uno y otro caso, hallamos su origen divino; si hay revelación, Dios ha hablado al hombre; si no la hay, Dios ha escrito la religión en el fondo de nuestra alma. Es indudable que la religión no puede ser invención humana, y que, a pesar de lo desfigurada y adulterada que la vemos en diferentes tiempos y países, se descubre en el fondo del corazón humano un sentimiento descendido de lo alto; al través de las monstruosidades que nos presenta la Historia columbramos la huella de una revelación primitiva.
§ VII
La revelación es posible
     ¿Es posible que Dios haya revelado algunas cosas al hombre? Sí. Él, que nos ha dado la palabra, no estará privado de ella; si nosotros poseemos un medio de comunicarnos recíprocamente nuestros pensamientos y afectos, Dios, todopoderoso e infinitamente sabio, no carecerá seguramente de medios para transmitirnos lo que fuere de su agrado. Ha criado la inteligencia, ¿y no podría ilustrarla?
§ VIII
Solución de una dificultad contra la revelación
     Pero Dios, objetará el incrédulo, es demasiado grande para humillarse a conversar con su criatura; mas entonces también deberíamos decir que Dios es demasiado grande para haberse ocupado en criarnos. Criándonos nos sacó de la nada; revelándonos alguna verdad perfecciona su obra; ¿y cuándo se ha visto que un artífice desmereciese por mejorar su artefacto? Todos los conocimientos que tenemos nos vienen de Dios, porque Él es quien os ha dado la facultad de conocer, y Él es quien o ha grabado en nuestro entendimiento las ideas o ha hecho que pudiéramos adquirirlas por medios que todavía se nos ocultan. Si Dios nos ha comunicado un cierto orden de ideas, sin que nada haya perdido de su grandor, es un absurdo el decir que se rebajaría si nos transmitiese otros conocimientos por conducto distinto del de la naturaleza. Luego la revelación es posible, luego quien dudare de esta posibilidad ha de dudar al mismo tiempo de la omnipotencia, hasta de la existencia de Dios.
§ IX
Consecuencia de los párrafos anteriores
     Importa muchísimo el encontrar la verdad en materias de religión (§§ I y II); todas las religiones no pueden ser verdaderas (§ IV); si hubiese una revelada por Dios, aquélla sería la verdadera (§ V); la religión no ha podido ser invención humana (§ VI); la revelación es posible (§ VII); lo que falta, pues, averiguar es si esta revelación existe y dónde se halla.
§ X
Existencia de la revelación
     ¿Existe la revelación? Por el pronto salta a los ojos un hecho que da motivo a pensar que sí. Todos los pueblos de la tierra hablan de una revelación, y la humanidad no se concierta para tramar una impostura. Esto prueba una tradición primitiva, cuya noticia ha pasado de padres a hijos, y que, si bien ofuscada y adulterada, no ha podido borrarse de la memoria de los hombres.
     Se objetará que la imaginación ha convertido en voces el ruido del viento y en apariciones misteriosas los fenómenos de la Naturaleza, y así el débil mortal se ha creído rodeado de seres desconocidos que le dirigían la palabra, y le descubrían los arcanos de otros mundos. No puede negarse que la objeción es especiosa; sin embargo, no será difícil manifestar que es del todo insubsistente y fútil.
     Es cierto que cuando el hombre tiene idea de la existencia de seres desconocidos, y está convencido de que éstos se ponen en relación con él, fácilmente se inclina a imaginar que ha oído acentos fatídicos y se han ofrecido a sus ojos espectros venidos del otro mundo. Mas no sucede ni puede suceder así en no abrigando el hombre semejante convicción, y mucho menos si ni aun llega a tener noticia de que existen dichos seres, pues entonces no es dable conjeturar de dónde procedería una ilusión tan extravagante. Si bien se observa, todas las creaciones de nuestra fantasía, hasta las más incoherentes y monstruosas, se forman de un conjunto de imágenes de objetos que otras veces hemos visto y que a la sazón reunimos del modo que place a nuestro capricho o nos sugiere nuestra cabeza enfermiza. Los castillos encantados de los libros de caballería, con sus damas enanos, salones, subterráneos, hechizos y todas sus locuras, son un informe agregado de partes muy reales que la imaginación del escritor componía a su manera, sacando al fin un todo que sólo cambia en los sueños de un delirante. Lo propio sucede en lo demás; la razón y la experiencia están acordes en atestiguarnos este fenómeno ideológico. Si suponemos, pues, que no se tiene idea alguna de otra vida distinta de la presente, ni de otro mundo que el que está a nuestra vista, ni de otros vivientes que los que moran con nosotros en la tierra, el hombre fingirá gigantes, fieras monstruosas y otras extravagancias por este estilo, mas no seres invisibles, no revelaciones de un cielo que no conoce, no dioses que le ilustren y dirijan. Ese mundo nuevo, ideal, puramente fantástico, no le ocurrirá siquiera, porque semejante ocurrencia no tendrá, por decirlo así, punto de partida, carecerá de antecedentes que puedan motivarla. Y aun suponiendo que este orden de ideas se hubiese ofrecido a algún individuo, ¿cómo era posible que de ello participase la humanidad entera? ¿Cuándo se habrá visto semejante contagio intelectual y moral?
     Sea lo que fuere del valor de estas reflexiones, pasemos a los hechos; dejemos lo que haya podido ser y examinemos lo que ha sido.
§ XI
Pruebas históricas de la existencia de la revelación
     Existe una sociedad que pretende ser la única depositaria e intérprete de las revelaciones con que Dios se ha dignado favorecer al linaje humano; esta pretensión debe llamar la atención del filósofo que se proponga investigar la verdad.
     ¿Qué sociedad es ésa? ¿Ha nacido de poco tiempo a esta parte? Cuenta dieciocho siglos de duración, y estos siglos no los mira sino como un periodo de su existencia, pues subiendo más arriba va explicando su no interrumpida genealogía y se remonta hasta el principio del mundo. Que lleva dieciocho siglos de duración, que su historia se enlaza con la de un pueblo cuyo origen se pierde en la antigüedad más remota es tan cierto como que han existido las repúblicas de Grecia y Roma.
     ¿Qué títulos presenta en apoyo de su doctrina? En primer lugar, está en posesión de un libro que es, sin disputa, el más antiguo que se conoce, y que además encierra la moral más pura, un sistema de legislación admirable y contiene una narración de prodigios. Hasta ahora nadie ha puesto en duda el mérito, eminente, de este libro, siendo esto tanto más de extrañar cuanto una gran parte de él nos ha venido de manos de un pueblo cuya cultura no alcanzó ni con mucho a la de otros pueblos de la antigüedad.
     ¿Ofrece la dicha sociedad algunos otros títulos que justifiquen sus pretensiones? A más de los muchos, a cuál más graves e imponentes, he aquí uno que por sí solo basta. Ella dice que se hizo la transición de la sociedad vieja a la nueva del modo que estaba pronosticado en el libro misterioso; que llegada la plenitud de los tiempos apareció sobre la tierra un Hombre-Dios, quien fue a la vez el cumplimiento de la ley antigua y el autor de la nueva; que todo lo antiguo era una sombra y figura, que este Hombre-Dios fue la realidad; que Él fundó la sociedad que apellidamos Iglesia católica, le prometió su asistencia hasta la consumación de los siglos, selló su doctrina con su sangre, resucitó al tercer día de su crucifixión y muerte, subió a los cielos, envió al Espíritu Santo, y que al fin del mundo ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
     ¿Es verdad que en este Hombre se cumpliesen las antiguas profecías? Es innegable; leyendo algunas de ellas parece que uno está leyendo la historia evangélica.
     ¿Dio algunas pruebas de la divinidad de su misión? Hizo milagros en abundancia, y cuanto él profetizó o se ha cumplido exactamente o se va cumpliendo con puntualidad asombrosa.
     ¿Cuál fue su vida? Sin tacha en su conducta, sin límite para hacer el bien. Desprecio las riquezas y el poder mundano, arrostró con serenidad las privaciones, los insultos, los tormentos y, por fin, una muerte afrentosa.
     ¿Cuál es su doctrina? Sublime cual no cupiera jamás en mente humana; tan pura en su moral, que le han hecho justicia sus más violentos enemigos.
     ¿Qué cambio social produjo este Hombre? Recordad lo que era el mundo romano y ved lo que es el mundo actual; mirad lo que son los pueblos donde no ha penetrado el cristianismo y lo que son aquellos que han estado siglos bajo su enseñanza y la conservan todavía, aunque algunos alterada y desfigurada.
     ¿De qué medios dispuso? No tenía donde reclinar su cabeza. Envió a doce hombres salidos de la ínfima clase del pueblo; se esparcieron por los cuatro ángulos de la tierra, y la tierra los oyó y creyó.
     Esta religión, ¿ha pasado por el crisol de la desgracia? ¿No ha sufrido contrariedad de ninguna clase? Ahí está la sangre de infinitos mártires, ahí los escritos de numerosos filósofos que la han examinado, ahí los muchos monumentos que atestiguan las tremendas luchas que ha sostenido con los príncipes, con los sabios, con las pasiones, con los intereses, con las preocupaciones, con todos cuantos elementos de resistencia pueden combinarse sobre la tierra.
     ¿Dé qué medios se valieron los propagadores del cristianismo? De la predicación y del ejemplo, confirmados por los milagros. Estos milagros la crítica más escrupulosa no puede rechazarlos, que si los rechaza poco importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la conversión del mundo sin milagros.
     El cristianismo ha contado entre sus hijos a los hombres más esclarecidos por su virtud y sabiduría; ningún pueblo antiguo ni moderno se ha elevado, a tan alto grado de civilización y cultura como los que le han profesado; sobre ninguna religión se ha disputado ni escrito tanto como sobre la cristiana; las bibliotecas están llenas de obras maestras de crítica y filosofía debidas a hombres que sometieron humildemente su entendimiento en obsequio de la fe; luego esa religión está a cubierto de los ataques que se pueden dirigir contra las que han nacido y prosperado entre pueblos groseros e ignorantes. Ella tiene, pues, todos los caracteres de verdadera, de divina.
§ XII
Los protestantes y la Iglesia católica
     En los últimos siglos los cristianos se han dividido: unos han permanecido adictos a la Iglesia católica, otros han conservado del cristianismo lo que les ha parecido bien, y a consecuencia del principio fundamental que han asentado y que entrega la fe a discreción de cada creyente se han fraccionado en innumerables sectas.
     ¿Dónde estará la verdad? Los fundadores de las nuevas sectas son de ayer; la Iglesia católica señala la sucesión de sus pastores, que sube hasta Jesucristo; ellos han enseñado diferentes doctrinas, y una misma secta las ha variado repetidas veces; la Iglesia católica ha conservado intacta la fe que le transmitieron los apóstoles; la novedad y la variedad se hallan, pues, en presencia de la antigüedad y de la unidad; el fallo no puede ser dudoso.
     Además, los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación; los protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse, y así ellos mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda acarrearnos la condenación eterna. Ellos, en favor de su salvación, no tienen sino un voto; nosotros, en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos aconseja que no abandonásemos la fe de nuestros padres.
     En esta breve reseña se contiene el hilo del discurso de un católico, que, conforme a lo que dice San Pedro, quiera estar preparado para dar cuenta de su fe, y manifestar que, ateniéndose a la católica, no se desvía de las reglas de bien pensar. Ahora añadiré algunas observaciones que sirvan a prevenir peligros en que zozobra con harta frecuencia la fe de los incautos.
§ XIII
Errado método de algunos impugnadores de la religión
     En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él levantan las creen suficientes para destruir la verdad de la religión o, al menos, para ponerla en duda. Eso es proceder de un modo que atestigua cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.
     En efecto; no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra este o aquel puedan objetarse; la religión misma es la primera en decirnos que estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras estamos en esta vida es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues, «yo no quiero creer porque no comprendo» es enunciar una contradicción; si lo comprendieses todo, claro es que no se te hablaría de fe. El argumento contra la religión fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual, en cierto modo, hace estribar su edificio. Lo que se ha de examinar es si ella ofrece garantías de veracidad y de que no se engaña en lo que propone; asentado el principio de su infalibilidad, todo lo demás se allana por sí mismo, pero si éste nos falta es imposible dar un paso adelante. Cuando un viajero de cuya inteligencia y veracidad no podemos dudar nos refiere cosas que no comprendemos, ¿por ventura le negarernos nuestra fe? No, ciertamente. Luego, una vez asegurados de que la Iglesia no nos engaña, poco importa que su enseñanza sea superior a nuestra inteligencia.
     Ninguna verdad podría subsistir si bastasen a hacernos dudar de ella algunas dificultades que no alcanzásemos a desvanecer. De esto se seguiría que un hombre de talento esparciría la incertidumbre sobre todas las materias cuando se encontrase con otros que no le igualasen en capacidad, porque es bien sabido que en mediando esta indiferencia no le es dado al inferior deshacerse de los lazos con que le enreda el que le aventaja.
     En las ciencias, en las artes, en los negocios comunes de la vida hallamos a cada paso dificultades que nos hacen incomprensible una cosa de cuya existencia no nos es permitido dudar. Sucede a veces que la cosa no comprendida nos parece rayar en lo imposible; mas si por otra parte sabemos que existe, nos guardamos de declararla tal, y, conservando la convicción de su existencia, recordamos el poco alcance de nuestro entendimiento. Nada más común que oír: «No comprendo lo que ha contado fulano, me parece imposible; pero, en fin, es hombre veraz y que sabe lo que dice; si otro lo refiriera no lo creería, pero ahora no pongo duda en que la cosa es tal como él la afirma.»
§ XIV
La más alta filosofía, acorde con la fe
     Imagínanse algunos que se acreditan de altos pensadores cuando no quieren creer lo que no comprenden, y éstos justifican el famoso dicho de Bacon: «Poca filosofía aparta de la religión; mucha filosofía conduce a ella.» Y a la verdad, si se hubiesen internado en las profundidades de las ciencias, conocieran que un denso velo encubre a nuestros ojos la mayor parte de los objetos, que sabemos poquísimo de los secretos de la Naturaleza, que hasta de las cosas en apariencia más fáciles de comprender se nos ocultan por lo común los principios constitutivos, su esencia; conocieran que ignoramos lo que es este universo que nos asombra, que ignoramos lo que es nuestro cuerpo, que ignoramos lo que es nuestro espíritu, que nosotros somos un arcano a nuestros propios ojos, y que hasta ahora todos los esfuerzos de la ciencia han sido impotentes para explicar los fenómenos que constituyen nuestra vida, que nos hacen sentir nuestra existencia; conocieran que el más precioso fruto que se recoge en las regiones filosóficas más elevadas es una profunda convicción de nuestra debilidad e ignorancia. Entonces infirieran que esa sobriedad en el saber recomendada por la religión cristiana, esa prudente desconfianza de las fuerzas de nuestro entendimiento están de acuerdo, con las lecciones de la más alta filosofía, y que así el Catecismo nos hace llegar desde nuestra infancia al punto más culminante que señalara a la ciencia la sabiduría humana.
§ XV
Quien abandona la religión católica no sabe dónde refugiarse
     Hemos seguido el camino que puede conducir a la religión católica; echemos una ojeada sobre el que se presenta si nos apartamos de ella. Al abandonar la fe de la Iglesia, ¿dónde nos refugiamos? Si en el protestantismo, ¿en cuál de sus sectas? ¿Qué motivos de preferencia nos ofrece la una sobre la otra? Discernirlo será imposible, abrazar a ciegas una cualquiera nos lo será todavía más, y, por otra parte, esto equivaldría a no profesar ninguna. Si en el filosofismo, ¿qué es el filosofisino incrédulo? Es una negación de todo, las tinieblas, la desesperación. ¿Andaremos en busca de otras religiones? Ciertamente que ni el islamismo ni la idolatría no nos contarán entre sus adeptos.
     Abandonar, pues, la religión católica será abjurarlas todas, será tomar el partido de vivir sin ninguna; dejar que corran los años, que nuestra vida se acerque a su término fatal, sin guía para lo presente, sin luz para el porvenir; será taparse los ojos, bajar la cabeza y arrojarse a un abismo sin fondo.
     La religión católica nos ofrece cuantas garantías de verdad podemos desear. Ella, además, nos impone una ley suave, pero recta, justa, benéfica; cumpliéndola nos asemejamos a los ángeles, nos acercamos a la belleza ideal que para la Humanidad puede excogitar la más elevada poesía. Ella nos consuela en nuestros infortunios y cierra nuestros ojos en paz; se nos presenta tanto más verdadera y cierta cuanto más nos aproximamos al sepulcro. ¡Ah, la bondadosa Providencia habrá colocado al borde de la tumba aquellas santas inspiraciones, como heraldos que nos avisaran de que íbamos a pisar los umbrales de la eternidad!