viernes, 4 de octubre de 2013

4 de octubre: San Francisco de Asís

FRAGMENTO DE LA VIDA DE SAN FRANCISCO

Fue, dice Dante, como un sol que Dios puso sobre las montañas de Umbría para comunicar a la tierra luz y calor. Hijo de un rico mercader de Asís, el edén de la península itálica, creció entre las telas provenzales y los paños toscanos de la tienda paterna, en medio de la abundancia que proporciona una gran fortuna. Pronto se reveló como un hombre hábil para el negocio, "más ladino aún que su padre"; pero desperdiciador del ahorro, empezó a llamar la atención por su prodigalidad. Por sus venas corría la sangre provenzal de su madre. Ávido de goces y placeres, era el mozo más jaranero de la ciudad. Era más bajo que alto, moreno y no muy hermoso, pero con una simpatía irresistible, que le dio el cetro de la elegancia en medio de una juventud inquieta que consumía el tiempo entre el juego de los torneos caballerescos y los sutiles goces de la gaya ciencia de los trovadores.
Pero ya en ese tiempo, con el de los festines tenía otros dos amores: el de los pobres y el de la naturaleza. No era de los disipadores que no tienen un cuarto para un pordiosero, pero sí cien florines pista una fiesta. Por eso le dolió cuando, una vez, estando la tienda llena de parroquianos y él ocupado en servirlos, se despidió sin limosna a un mendigo que venía a pedirla. Desde entonces decidió socorrer a todo el que viniera a pedirle alguna cosa por amor de Dios. Instintivamente, este amor de Dios le veía como diluido en todas las cosas, y por eso, dice Tomás Celano, "causábale honda alegría la hermosura de los campos, la belleza de los viñedos, todo lo que es recreo y apacentamiento de los ojos".
A los veinte años cayó prisionero por defender a patria contra Perusa. En la cárcel asombraba a sus compañeros con sus cantos desbordantes de alegría: "No sabéis--exclamaba-- que a mi me espera un gran porvenir?" Era entonces un discípulo del entusiasmo caballeresco, embargado de visiones doradas de guerras, triunfos y principados.
A los veintidós años tuvo una enfermedad que lo puso a puertas de la muerte. Pronto empezó a observarse en él un cambio extraño. Desaparecía de casa para ocultarse en los yermos; andaba inquieto por conocer la voluntad de Dios; de prodigio, se había convertido en despreciador del dinero. Cuando no le quedaba ninguna moneda en el bolso, daba a los pobres la capa, el sombrero, el cinto y hasta la camisa. Quiso también saber lo que era pedir limosna,  y habiendo ido en peregrinación a Roma, cambió sus vestidos por los harapos de un mendigo, y empezó a pedir en francés. Dicen que hablaba en francés cuando se sentía dichoso. Esto era poco todavía. Iba una vez a caballo cuando descubrió a un leproso. Era la cosa que más le horrorizaba en el mundo. Sintió impulsos de volver atrás, pero no tardó en dominarse. Rápidamente descendió del caballo, se acercó al gafo, depositó su limosna en la mano consumida y disimulando la náusea besó los dedos cuajados de úlceras.
Los habitantes de Asís lo veían con frecuencia rezando en San Damián, pobre iglesia a las afueras de la ciudad que le gustaba por su soledad y por el gran Cristo bizantino que en ella había. Un día, este Cristo abrió los labios y el joven oyó estas palabras: "Francisco, repara mi casa". 
 

Pronto a obedecer el mandato divino, Francisco sale, coge su mula, la carga de lienzos y parte camino a Foligno. En breve tiempo encontró quien comprara los paños y la caballería. Después, presentándose al clérigo encargado de la iglesia, presentó el importe. Este proceder no podía ser muy del agrado de su padre, humillado por las extravagancias de su hijo. Lleno de rabia y de vergüenza, Bernardone encerró a Francisco en un oscuro sótano, del cual no volvió a salir hasta que lo liberó su madre en ausencia del mercader. Pedro Bernardone se presentó en la casa episcopal, querellándose de su hijo y pidiendo sus dineros. Padre e hijo comparecieron delante de la primera autoridad espiritual de la ciudad. El mozo escuchó la demanda de su padre y después, ¡maravilla única en el mundo! , retirándose a un lado, se despojó de preciosa ropa escarlata, y sereno, con brillantes ojos, llevando únicamente una faja de cerdas en la cintura, volvió a aparecer diciendo:
--Hasta ahora llamé padre a Pedro Bernardone; mas en este momento le entrego todo el dinero y los vestidos que de él tenía, así que en adelante no tendré que decir "¡Padre Pedro Bernardone!" sino "Padre Nuestro que estas en los cielos!"
Y salió del palacio con un tabardo del jardinero del obispo.
Entonces empieza una vida nueva para el magnánimo mancebo. Está finalmente convencido de que la dama de sus pensamientos no puede ser otra que la pobreza. Con ella vive en las cavernas y en los desiertos. Es un predicador de la penitencia, la paz y de la sencillez y pobreza de Cristo.
Un día de febrero de 1209, Francisco penetró con más claridad su destino al oir durante la misa aquellas palabras del Salvador: "No tengáis oro ni plata en vuestras bolsas, ni de saco para viaje, ni sandalias ni bastón". "Esto es lo que yo quiero con todas mis fuerzas", exclamó y desde entonces se le vio practicar literalmente ese consejo. En menos de un año ya lo seguía una docena de frailes y Francisco escribió para ellos una regla muy breve y sencilla aprobada por Inocencio III en 1210, y cuyos principales rasgos eran la pobreza y la humildad, reflejadas también en el título de frailes menores con que quiso que se designasen sus discípulos. En 1212, una noble joven de Asís, llamada Clara, se puso bajo su dirección con algunas compañeras, y así nació la Orden de las Pobres Clarisas. Más tarde se encontró con muchas almas buenas que deseaban imitar aquel espíritu de pobreza y penitencia en medio del mundo, y para ellas organizó su Orden Tercera.

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