lunes, 20 de junio de 2011

Dudas

Señor, ¿tienes lugar en el mundo?
¿Tiene lugar en el mundo tu Palabra y el que quiera seguirla?
Te hemos desterrado de nuestras vidas y de nuestros endurecidos corazones; todo los ocupa menos Tú; el egoísmo nos embriaga y padecemos la más absoluta ceguera. 

¿Qué esperanza queda para el que cree en ti y quiere seguirte?
La persecución de tus seguidores que empezó tras tu muerte y resurrección, no ha terminado y quizá sea ahora más peligrosa y dañina que en un inicio, pues en aquella época los cristianos se arriesgaban a perder su vida y hoy se arriesgan a perder su alma, presas de la desesperación y el desaliento por enfrentarse a un mundo que los señala con el dedo como si fueran locos, criminales o brutos ignorantes.
¿En qué momento el pecado se convirtió en virtud y la virtud en ignorancia? ¿Quién escondió la Verdad de los ojos del hombre? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Qué camino debemos tomar? ¿Dónde encontraremos un refugio?

Señor, ¿qué esperas de los que aún intentan seguirte? ¿Cómo deben actuar aquellos que aún creen en ti? ¿Deben callar y esperar o actuar y gastar hasta su último suspiro en darte a conocer a quienes, por alguna razón, no sólo no te conocen sino que no quieren conocerte? ¿Deben sólo orar? Y por otro lado, ¿cómo se conjuga la oración con el testimonio de vida? ¿Es suficiente limitarse a vivir tanto como se pueda conforme a tu Palabra y pasar por alto cómo aquéllos a quienes más se ama se entregan al mal?
Señor, ¿qué significa “velar y orar”? ¿Cómo denunciar el error sin ser llamado hipócrita o soberbio? ¿Cómo se puede ser manso y al mismo tiempo intentar mostrar la Verdad que no admite concesiones? ¿Se puede ser sencillo como la paloma y astuto como la serpiente?
¿Cuál es la respuesta a todas estas preguntas? ¿Es posible siquiera encontrarla?
Sé Tú nuestro guía, Señor. Danos las virtudes necesarias para afrontar al mundo y superar esta dura prueba, para aceptar lo que no podemos cambiar y para cambiar lo que sí podamos, para aprovechar al máximo estas dificultades y dar testimonio verdadero de tu amor, para soportar las carcajadas infernales de quienes se mofan de lo más sagrado y el escándalo que ocasiona el asegurar que hay una Verdad y que esa Verdad eres Tú.

Virgen María, Madre de misericordia, ruega por nosotros.

miércoles, 15 de junio de 2011

¿Por qué?

¿Por qué?

Esta pregunta es una de las favoritas del ser humano desde que nace hasta que muere. En virtud de esta pregunta se han hecho los más grandes descubrimientos desde tiempos antiguos, y en ocasiones, el conocer las causas de alguna cosa nos hace capaces, en cierto modo, de predecir su futuro o de reparar el presente.
Una pregunta que yo me hago de forma recurrente es por qué nuestro mundo está tan mal. Me consterna ver cómo nosotros los seres humanos parecemos estar cavando nuestra propia tumba a una velocidad sin precedentes. Sobre todo, me duele ver cómo la juventud está inmersa en la más cruel confusión e indiferentismo ante esta situación. Parece que tenemos prisa por “darnos en la torre”, hacemos todo lo que nos perjudica y muchas veces buscamos las respuestas en los lugares equivocados.
Hay quienes culpan de esto a los medios de comunicación, otros que se lo achacan a la brecha generacional, muchos otros que arremeten contra los gobiernos, los malos (en ocasiones pésimos) sistemas educativos, el desempleo, etcétera. Quizá cada uno de estos elementos sea hasta cierto punto responsable de esta carencia de valores en la sociedad, y particularmente en la juventud; el común denominador que yo encuentro es el que casi nunca se menciona y ése es la irreligiosidad o el indiferentismo religioso.
¿Alguna vez alguien se ha puesto a pensar que las grandes catástrofes de la humanidad y los grandes problemas de nuestra vida personal sean consecuencia del pecado?

¡Sí, del pecado! Eso que nos aleja de Dios, que nos pone en enemistad con él y que nos priva de la verdadera felicidad. El pecado existe, no se trata de un concepto en desuso. ¡Al contrario! Si abrimos los ojos sólo un poco y volteamos a nuestro alrededor, el pecado está en todas partes, en especial, en el mismo lugar donde además de dolor, hay desconsuelo, desaliento, desesperación y desolación. ¡Y todavía hay gente que se pregunta POR QUÉ esto o aquello será pecado! No hay que ir muy lejos para alcanzar la respuesta, basta ABRIR LOS OJOS para entender.
El gran problema del pecado es que suele estar asociado con cosas placenteras. Además, hay pecados que mucha gente no considera como tales porque al cometerlos “no le hace mal a nadie”, sin darse cuenta que el mal se lo hace a sí misma. En teoría, es fácil entender por qué matar o robar es malo (y digo en teoría porque parece que hasta está noción está cambiando), pero resulta dificilísimo comprender temas como los actos y los pensamientos impuros, es decir, la lujuria, ese pecado tan seductor, ese pecado que parece embelesar la mente y apropiarse de ella haciéndonos creer que algo que se siente tan bien NO PUEDE ESTAR MAL.
Sé que al mencionar este punto, pasaré ante los ojos de muchos como retrógrada, puritana, mocha, persignada, y quizá cosas peores, pero me siento comprometida a exhortar a todos a usar un poco nuestra inteligencia. La lujuria es el pecado más exaltado y defendido en nuestros tiempos, el pecado por el cual nos arraigan tantos conceptos erróneos (como el de la “belleza” e incluso el consumismo), el pecado que, a su vez nos acarrea otros 50 pecados sin darnos cuenta; todo esto es precisamente lo que debería hacernos por lo menos sospechar que la lujuria no es un amigo sino un enemigo.
Mencionemos solo algunos pocos efectos de la lujuria para ver por qué es tan mala. Gracias a ella, se vende una imagen de belleza que cosifica a la mujer (y ahora también al hombre), se ha propiciado el consumismo con publicidad que infunde la idea de que ciertos artículos y ciertos comportamientos atraen al sexo opuesto. Podemos agradecer a la lujuria tantos casos de madres solteras (antes) y abortos (ahora), enfermedades venéreas, infidelidad, familias desunidas, explotación de menores para la pornografía y pederastia, con todas las consecuencias que estos conllevan; de entre las cuales, la peor de todas es la indiferencia, o sea, el pensar que nada de esto está mal y que es lo más sano y natural llevarlas a cabo.

En términos doctrinales, los efectos de la lujuria son los siguientes:
  • Causa muchas enfermedades y aun la muerte,
  • es pecado abominable ante Dios y los hombres,
  • ENDURECE EL CORAZÓN y embrutece al hombre,
  • le hace perder la fe,
  • acarrea terribles castigos en esta vida y en la otra,
  • es el pecado que hace condenar más almas (sobre todo en la actualidad, en el que se le hace ver como algo tan inocuo, es fácil caer en la trampa).
Sin embargo, la lujuria como tal, puede que tenga una “ventaja”: Así como es el pecado que pierde más almas, es, para quien lucha contra ella, una gran oportunidad de crecimiento, pues quien venza la lujuria, fácilmente vencerá todos los demás vicios.
La contrariedad más grande a la que nos enfrentaremos para vencer la lujuria es el desprestigio de la castidad, que es la única arma con la que contamos para vencer. La castidad está tan desprestigiada que la gente ni siquiera sabe lo que es, y lo que es peor, no le interesa saberlo. Se cree que ser casto es ser virgen, se piensa que ser casto es una forma de represión psicológica contra los “instintos naturales” del cuerpo e incluso que es dañino para la salud.
La castidad no es nada de esto. En primer lugar, no todo el que es virgen es casto y no todo el que es casto es virgen. Luego, quien se reprime creyendo que practica la castidad, no la conoce, pues la represión es el remedio al que recurrimos con las fuerzas humanas, y la castidad es un don de Dios y sólo recurriendo a Él podemos vivirla en plenitud. Además, una cosa es que como seres humanos tengamos ciertos instintos o inclinaciones y otra que obedecer a éstos sea correcto y nos traiga buenos resultados. La castidad es una virtud preciosa, una herramienta muy eficaz para tener paz y alcanzar la felicidad; a lo cual cabe agregar que no es contraria sino favorable a la salud.

Pero, al final, este es sólo un ejemplo, y lo que más bien debe preocuparnos es que este pecado no es el único que invade nuestra vida, sino que se conjuga con otros muchos, también “muy pequeños” y que tampoco “le hacen mal a nadie”. Mientras seamos esclavos de nuestro egoísmo, no podremos sacar el dolor de nuestra vida y el desaliento se hará cada vez más y más grande. Para empezar a luchar contra él, no es necesario trazarnos grandes metas. Basta con que empecemos practicando pequeñas virtudes. Si soy flojo, empezar a ser un poco más diligente; si soy egoísta, tratar de ser generoso; si soy enojón, ser paciente; si soy malhablado, abstenerme de serlo; se puede empezar con cosas tan pequeñas como no comer si no tenemos hambre, soportar los pequeños defectos de otros, no hablar mal de nadie (ni de quien nos cae mal), hacer oración por nuestros enemigos, no ser tan vanidosos, no gastar en lo que no necesitamos, no poner nuestra seguridad en nuestra ropa, nuestro celular o nuestro automóvil, buscar la austeridad y la sencillez en lo que hagamos, vistamos y hablemos.
Todos, como seres humanos, somos un conjunto de cualidades y defectos. Que nadie les diga que los defectos y los vicios no se pueden vencer. Es más que posible, porque Dios a todos les da la gracia suficiente para salvarse y si Él supiera que algo es imposible, no nos lo pediría. No caigamos en la trampa de creer que Dios no existe o nos abandona a la deriva, ni tampoco en  el error de que podemos actuar como se nos dé la gana, "al fin" Dios lo perdona todo". No estamos solos en esta lucha contra nosotros mismos y podemos, a partir de hoy, ver nuestros defectos como una oportunidad de crecer, y no como la causa de nuestra irremediable perdición. Reflexionemos cómo el pecado ha afectado nuestra vida y cómo la sigue y la seguirá afectando a menos que nosotros pongamos un remedio, arrepintámonos de corazón y cambiemos nuestra vida. Dios nos llama a hacerlo y siempre está dispuesto a perdonar, es ahí donde radica su infinita Misericordia. Cada uno de nuestros pequeños o grandes defectos nos hará subir un escalón más en el camino al CIELO, siempre que recordemos que sólo Dios nos da la gracia para triunfar sobre ellos.

martes, 7 de junio de 2011

¿Es posible la perfecta alegría?


 “La perfecta alegría” fue la primera entrada de mi blog. El pasaje en que San Francisco habla de que la perfecta alegría no se encuentra en las potestades terrenas sino en la humilde aceptación da la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea, da mucho qué reflexionar a propios y extraños.
Aceptar la voluntad de Dios y soportar con entereza las miserias, privaciones y dolores de la vida es algo bien difícil de llevar a cabo, sobre todo en nuestra época. El día de hoy, y ya desde hace un buen tiempo, lo fácil es lo que vende; lo cómodo, lo que atrae; lo placentero, lo que uno debe buscar; el lujo, lo que te da un status en la sociedad.
¿Es posible, pues, en nuestros días, ya no digamos aceptar la voluntad de Dios, sino al menos reconocerla? ¿Cuántos de nosotros antes de realizar cualquier acción, trascendental o no, en nuestra vida nos preguntamos si “eso” que vamos a hacer concuerda con lo que Dios espera de nosotros? Cuando tenemos duda de que algo estemos haciendo mal, ¿nos aseguramos de que no lo sea o nos hacemos de la vista gorda para poder alegar “ignorancia” cuando tengamos que dar cuentas de nuestros actos? Y finalmente, cuando sabemos que algo está mal, ¿nos enmendamos o nos limitamos a decir “bueno, pero todo el mundo lo hace”, “nadie es perfecto” o “ay, al fin Dios entiende”?
¿Qué tanto estamos dispuestos a perseguir y alcanzar la perfecta alegría? No es fácil. Hasta me atrevería a decir que es más difícil que cualquier otra empresa en la que deseemos aventurarnos; aunque, a decir verdad, es también la más satisfactoria y la que más vale la pena decidirse a iniciar. Por principio de cuentas es necesario mucho valor; por un lado, para luchar contra uno mismo, y por otro, para luchar contra un mundo que además de querer globalizar mercados y costumbres, está logrando la globalización de las mentes; lo cual trae como consecuencia que, aquél que quiera ser diferente, será rechazado o criticado en mayor o menor medida.

En cuanto a lo primero, la confrontación con uno mismo exige la práctica de la humildad, la cual no se obtiene de la noche a la mañana. ¿En qué consiste esto? No sólo en aceptar nuestros errores, sino además en negarnos a nosotros mismos. Es cierto que uno puede aceptar, por ejemplo, que estuvo mal contestarle de un mal modo a su padre, a su madre o a algún otro ser querido; pero ¿qué pasaría si esa persona dijera “bueno, pero es que yo soy así y si me dicen algo que no me guste no voy a quedar callado (a)”. En casos similares, sólo se practica la humildad a medias, pero no basta: además de reconocer el error, debemos atacarlo y al menos proponernos no repetirlo, aunque sea muy probable que se repita unas 50 veces antes de que podamos mitigar las reacciones más espontáneas de nuestro carácter, y aun cuando las mitiguemos, seguro no faltará una ocasión en las que vuelvan a aflorar. Eso es normal, pues Dios permite que fallemos para que no seamos soberbios. De cualquier modo, si practicar esto con las personas que amamos nos resulta difícil, cuánto más lo será hacerlo con quien no nos agrada o nos es ajeno. Mi punto es que la abnegación constituye un camino largo que se extiende a muchos ámbitos, de la vida, de los cuales este es solo un ejemplo y siempre encontraremos un nuevo obstáculo qué superar.
Hablemos ahora de la lucha contra nuestro entorno. Habrá sin duda ocasiones en las que se nos exija hacer cosas que no queramos hacer y que sea fácil no aceptar, ya sea porque lo que se nos ofrece va contra nuestros principios, ya sea porque va contra nuestros deseos personales. El problema radica cuando el mundo nos ofrece aquello que en apariencia no tiene nada de malo (porque no nos pide matar, robar o lastimar a un tercero) y nos hace la vida más placentera. El paradigma por excelencia de lo anterior es el materialismo.
Puede que en sí no tenga nada de malo gastar el dinero que se gana honradamente en pequeños o grandes lujos, pero también es cierto que entre más nos acostumbramos a esos pequeños o grandes lujos, más difícil es practicar la abnegación y aceptar las privaciones cuando éstas se hacen presentes en nuestra vida. Quizá mi entorno me exija poseer ciertos artículos para ser aceptado y esto no implique un problema mientras sea algo que el dinero pueda pagar; pero al final siempre implica un riesgo buscar complacer a terceros, pues quien lo hace en lo material se arriesga a hacerlo también en lo moral.
Hoy en día estamos expuestos a un bombardeo de ideas hedonistas que nos exhortan a seguir un modelo de belleza y un modelo de comportamiento en lo profesional, lo sexual y lo personal; todos los cuales excluyen a Dios de nuestras vidas o a lo sumo nos lo presentan como una idea o sentimiento personal que se rige por determinaciones personales. En otras palabras, cada quien se puede hacer un Dios a su medida y plantearse sus propias reglas, convirtiendo su propia voluntad en “la voluntad de Dios”. La realidad no es así. Existe una verdadera voluntad de Dios que es única e inmutable y que no depende de nuestros caprichos. Para conocerla basta echar un vistazo a los diez mandamientos y estudiar su contenido con verdadero deseo de entenderlo.
Sé que no faltará quien me diga que precisamente por la situación en la que vivimos y por el bombardeo de antivalores al que estamos sujetos, buscar seguir los mandamientos al pie de la letra es una cosa imposible o que sí, quizá en tiempos de San Francisco, cuando no había medios de comunicación masiva y la gente estaba más acostumbrada a la pobreza y demás miserias, se podían cumplir ciertos preceptos, pero que ya no es así. Podría argumentarse, por ejemplo, que vivir la castidad sea más que imposible porque a cada paso encontramos una invitación a la concupiscencia (y porque además hay un buen número de personas que la desconoce y al cual no le interesa conocerla); o que vivir en austeridad lo es porque a cada cinco segundos se nos insiste en ser partícipes del consumismo desenfrenado.
Yo, en cambio, tengo la firme creencia de que Dios es lo suficientemente sabio para no pedirnos cosas imposibles y nunca nos negará la gracia que le pidamos para aquello que se nos dificulte. En vez de desalentados, debemos sentirnos agradecidos de poder dar testimonio de Dios en un mundo como el nuestro. ¡Alegrémonos! Porque entre más difícil sea la prueba, más grandes serán los premios que nos esperen en el cielo.

viernes, 3 de junio de 2011

La perfecta alegría

Era invierno y hacía mucho frío acompañado de un viento tan fuerte que iban caminando el uno delante del otro y, mientras fray León iba adelante, el hermano Francisco le hablaba diciendo: fray León, si sucediera que, para gracia de Dios, todos los frailes menores dieran buen ejemplo de santidad y diligencia, anota y escribe que no sería ésta la perfecta alegría.

Más adelante, San Francisco le habló por segunda vez para decirle: Oh, fray León, aun si un fraile menor diera la vista a los ciegos, sanara a los tullidos, lanzara los demonios, diera el oído a los sordos, hiciera caminar a los paralíticos, diera el habla a los mudos y hasta resucitara a los muertos de cuatro días, escribe que en ninguna de estas cosas está la perfecta alegría.

Y aún un poco más adelante, San Francisco le grita diciendo: Oh, fray León, si un fraile menor hablara todas las lenguas y conociera todas las escrituras y la ciencia, y pudiera ver y revelar no solo el futuro, sino también los secretos más íntimos de los hombres, anota que no estaría aquí la perfecta alegría.

Todavía más adelante San Francisco le hablaba fuerte diciendo: Oh, fray león, ovejita de Dios, incluso si un fraile menor hablara la lengua de los ángeles, conociera todos los misterios de las estrellas, todas las virtudes de las hierbas, y aunque le fueran revelados todos los tesoros de la tierra y todas las virtudes de las aves, de los peces ,de las piedras y de las aguas; escribe, no está aquí la perfecta alegría.
Y tras caminar un poco más todavía, san Francisco volvió a llamar a su compañero de viaje para decirle: Oh, fray León, aun si los frailes menores supieran predicar tan bien que fueran capaces de convertir a todos los no creyentes a la fe de Cristo; escribe que no está aquí la perfecta alegría.

Y fue así que, después de varios kilómetros, con gran admiración fray León preguntó: Padre, te ruego por el amor de Dios, dime dónde está la perfecta alegría. Entonces San Francisco respondió: cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles y nos bañe la lluvia, enfriados por la nieve, sucios por el fango y hambrientos por el largo viaje, tocaremos a la puerta del convento; el portero nos preguntará quiénes somos y responderemos que dos de sus hermanos, pero él no nos reconocerá y dirá que somos dos impostores, gente que roba la limosna a los pobres, y no nos abrirá y nos dejará afuera a merced de la nieve, de la lluvia y del hambre, mientras se hace de noche. Entonces, si nosotros soportamos tanta injusticia y crueldad con paciencia y humildad sin hablar mal de nuestro hermano, y lo que es más, si pensamos que nos conoce pero que el señor quiere todo esto para ponernos a prueba, entonces, fray León, escribe que ésta es la perfecta alegría. Y si por nuestra aflicción seguimos tocando a la puerta y el portero vuelve a salir enfadado y nos trata como granujas inoportunos y viles ladrones, nos empuja fuera y nos grita: ¡largo de aquí! busquen posada en otro lado porque aquí no comerán ni dormirán; si soportáramos todo esto con paciencia, alegría y buen humor, entonces, mi querido fray León, escribe que ésta es la perfecta alegría.

Y si por causa del hambre, del frío y de la noche, continuáramos llamando con lágrimas en los ojos y rogando, por el amor de nuestro Dios, que el portero nos dejara entrar, y éste, furioso por tanta molesta insistencia se propusiera darnos una severa lección, saliera con un gran bastón con protuberancias, nos tomara de la capucha y luego de hacernos rodar por la nieve, nos bastoneara haciéndonos sentir todos y cada uno de los nudos; si todo esto lo padeciéramos con paciencia y alegría, pensando en las penas de Cristo bendito y que sólo por su amor hay que soportar; querido fray León, anota que en esto está la perfecta alegría. 


Escucha, pues, la conclusión, fray León: de entre todas las gracias del Espíritu Santo y los dones que Dios concede a sus fieles, está aquélla de superarse por el amor de Dios para aguantar las injusticias, las molestias y los dolores, pero no podemos jactarnos y glorificarnos por haber soportado todas estas miserias y privaciones porque estos méritos vienen de Dios. De hecho, las Sagradas Escrituras dicen: ¿qué puedes tener que no sepa Dios? Y si tú has recibido la gracia de Dios, ¿por qué te jactas como si fuera obra tuya? Nosotros nos podemos gloriar en nuestra cruz hecha de sufrimiento y privaciones. En el Evangelio está escrito: Yo no me quiero gloriar más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Decidí iniciar un blog donde pueda compartir algunas reflexiones personales que espero humildemente puedan ser de utilidad para otros. El nombre del blog lo saqué de este pasaje de la vida de San Francisco de Asís, y con este mismo pasaje doy inicio a las entradas del blog, que aún no sé si serán muchas o pocas. 

Elegí este pasaje porque, desde mi punto de vista,  el mensaje es corto y claro: La perfecta alegría no se puede encontrar en las cosas de este mundo. Cualquier dicha que pretendamos encontrar en las cosas mundanas no es nada en comparación con la dicha y la paz que da Dios a quienes gustosos aceptan hacer su voluntad y empeñan cada segundo de su vida en ello.