martes, 7 de junio de 2011

¿Es posible la perfecta alegría?


 “La perfecta alegría” fue la primera entrada de mi blog. El pasaje en que San Francisco habla de que la perfecta alegría no se encuentra en las potestades terrenas sino en la humilde aceptación da la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea, da mucho qué reflexionar a propios y extraños.
Aceptar la voluntad de Dios y soportar con entereza las miserias, privaciones y dolores de la vida es algo bien difícil de llevar a cabo, sobre todo en nuestra época. El día de hoy, y ya desde hace un buen tiempo, lo fácil es lo que vende; lo cómodo, lo que atrae; lo placentero, lo que uno debe buscar; el lujo, lo que te da un status en la sociedad.
¿Es posible, pues, en nuestros días, ya no digamos aceptar la voluntad de Dios, sino al menos reconocerla? ¿Cuántos de nosotros antes de realizar cualquier acción, trascendental o no, en nuestra vida nos preguntamos si “eso” que vamos a hacer concuerda con lo que Dios espera de nosotros? Cuando tenemos duda de que algo estemos haciendo mal, ¿nos aseguramos de que no lo sea o nos hacemos de la vista gorda para poder alegar “ignorancia” cuando tengamos que dar cuentas de nuestros actos? Y finalmente, cuando sabemos que algo está mal, ¿nos enmendamos o nos limitamos a decir “bueno, pero todo el mundo lo hace”, “nadie es perfecto” o “ay, al fin Dios entiende”?
¿Qué tanto estamos dispuestos a perseguir y alcanzar la perfecta alegría? No es fácil. Hasta me atrevería a decir que es más difícil que cualquier otra empresa en la que deseemos aventurarnos; aunque, a decir verdad, es también la más satisfactoria y la que más vale la pena decidirse a iniciar. Por principio de cuentas es necesario mucho valor; por un lado, para luchar contra uno mismo, y por otro, para luchar contra un mundo que además de querer globalizar mercados y costumbres, está logrando la globalización de las mentes; lo cual trae como consecuencia que, aquél que quiera ser diferente, será rechazado o criticado en mayor o menor medida.

En cuanto a lo primero, la confrontación con uno mismo exige la práctica de la humildad, la cual no se obtiene de la noche a la mañana. ¿En qué consiste esto? No sólo en aceptar nuestros errores, sino además en negarnos a nosotros mismos. Es cierto que uno puede aceptar, por ejemplo, que estuvo mal contestarle de un mal modo a su padre, a su madre o a algún otro ser querido; pero ¿qué pasaría si esa persona dijera “bueno, pero es que yo soy así y si me dicen algo que no me guste no voy a quedar callado (a)”. En casos similares, sólo se practica la humildad a medias, pero no basta: además de reconocer el error, debemos atacarlo y al menos proponernos no repetirlo, aunque sea muy probable que se repita unas 50 veces antes de que podamos mitigar las reacciones más espontáneas de nuestro carácter, y aun cuando las mitiguemos, seguro no faltará una ocasión en las que vuelvan a aflorar. Eso es normal, pues Dios permite que fallemos para que no seamos soberbios. De cualquier modo, si practicar esto con las personas que amamos nos resulta difícil, cuánto más lo será hacerlo con quien no nos agrada o nos es ajeno. Mi punto es que la abnegación constituye un camino largo que se extiende a muchos ámbitos, de la vida, de los cuales este es solo un ejemplo y siempre encontraremos un nuevo obstáculo qué superar.
Hablemos ahora de la lucha contra nuestro entorno. Habrá sin duda ocasiones en las que se nos exija hacer cosas que no queramos hacer y que sea fácil no aceptar, ya sea porque lo que se nos ofrece va contra nuestros principios, ya sea porque va contra nuestros deseos personales. El problema radica cuando el mundo nos ofrece aquello que en apariencia no tiene nada de malo (porque no nos pide matar, robar o lastimar a un tercero) y nos hace la vida más placentera. El paradigma por excelencia de lo anterior es el materialismo.
Puede que en sí no tenga nada de malo gastar el dinero que se gana honradamente en pequeños o grandes lujos, pero también es cierto que entre más nos acostumbramos a esos pequeños o grandes lujos, más difícil es practicar la abnegación y aceptar las privaciones cuando éstas se hacen presentes en nuestra vida. Quizá mi entorno me exija poseer ciertos artículos para ser aceptado y esto no implique un problema mientras sea algo que el dinero pueda pagar; pero al final siempre implica un riesgo buscar complacer a terceros, pues quien lo hace en lo material se arriesga a hacerlo también en lo moral.
Hoy en día estamos expuestos a un bombardeo de ideas hedonistas que nos exhortan a seguir un modelo de belleza y un modelo de comportamiento en lo profesional, lo sexual y lo personal; todos los cuales excluyen a Dios de nuestras vidas o a lo sumo nos lo presentan como una idea o sentimiento personal que se rige por determinaciones personales. En otras palabras, cada quien se puede hacer un Dios a su medida y plantearse sus propias reglas, convirtiendo su propia voluntad en “la voluntad de Dios”. La realidad no es así. Existe una verdadera voluntad de Dios que es única e inmutable y que no depende de nuestros caprichos. Para conocerla basta echar un vistazo a los diez mandamientos y estudiar su contenido con verdadero deseo de entenderlo.
Sé que no faltará quien me diga que precisamente por la situación en la que vivimos y por el bombardeo de antivalores al que estamos sujetos, buscar seguir los mandamientos al pie de la letra es una cosa imposible o que sí, quizá en tiempos de San Francisco, cuando no había medios de comunicación masiva y la gente estaba más acostumbrada a la pobreza y demás miserias, se podían cumplir ciertos preceptos, pero que ya no es así. Podría argumentarse, por ejemplo, que vivir la castidad sea más que imposible porque a cada paso encontramos una invitación a la concupiscencia (y porque además hay un buen número de personas que la desconoce y al cual no le interesa conocerla); o que vivir en austeridad lo es porque a cada cinco segundos se nos insiste en ser partícipes del consumismo desenfrenado.
Yo, en cambio, tengo la firme creencia de que Dios es lo suficientemente sabio para no pedirnos cosas imposibles y nunca nos negará la gracia que le pidamos para aquello que se nos dificulte. En vez de desalentados, debemos sentirnos agradecidos de poder dar testimonio de Dios en un mundo como el nuestro. ¡Alegrémonos! Porque entre más difícil sea la prueba, más grandes serán los premios que nos esperen en el cielo.

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