martes, 29 de octubre de 2013

María merece toda nuestra confianza




Cuántos soberbios con la devoción a María han encontrado la humildad! ¡Cuántos iracundos la mansedumbre! ¡Cuántos ciegos la luz! ¡Cuántos desesperados la confianza! ¡Cuántos perdidos la salvación! Esto es cabalmente lo que profetizó en casa de Isabel, en el sublime cántico: “He aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones” (Lc 1, 48). “Todas las generaciones –comenta san Bernardo–, porque todas ellas te son deudoras de la vida y de la gloria; porque en ti los pecadores encuentran el perdón y los justos la perseverancia en la gracia de Dios”. El devoto Laspergio presenta al Señor hablando así al mundo: “Pobres hombres, hijos de Adán que vivís en medio de tantos enemigos y de tantas miserias, tratad de venerar con particular afecto a vuestra madre. Yo la he dado al mundo como modelo para que de ella aprendáis a vivir como se debe, y como refugio para que a ella recurráis en vuestras aflicciones. Esta hija mía –dice Dios– la hice de tal condición, que nadie pueda temer o sentir repugnancia en recurrir a ella; por eso la he creado con un natural tan benigno y piadoso que no sabe despreciar a ninguno de los que a ella acuden, no sabe negar su favor a ninguno que se lo pida. Para todos tiene abierto el manto de su misericordia y no consiente que nadie se aparte desconsolado de su lado”. Sea por tanto bendita y alabada por siempre la bondad inmensa de nuestro Dios que nos ha dado a esta Madre tan sublime, como abogada la más tierna y amable. ¡Cuán tiernos eran los sentimientos de amor y confianza que tenía el enamorado san Buenaventura hacia nuestro amadísimo Redentor Jesús y hacia nuestra amadísima abogada María! “Aún cuando –decía él– el Señor (por un imposible) me hubiera reprobado, yo sé que ella no ha de rechazar a quien la ama y de corazón la busca. Yo la abrazaré con amor, y aunque no me bendijera, no la dejaré y no podrá partir sin mí. Y, en fin, aunque por mis culpas mi Redentor me echara de su lado, yo me arrojaré a los pies de su Madre María y allí postrado estaré y me conseguirá el perdón. Porque esta Madre de misericordia siempre sabe compadecerse de las miserias y consolar a los miserables que a ella acuden en busca de ayuda; por eso, si no por obligación, por compasión al menos inclinará a su Hijo a perdonarme”. “Míranos –exclama Eutimio–, míranos con esos tus ojos llenos de compasión, oh piadosísima Madre nuestra, porque somos tus siervos y en ti tenemos puesta toda nuestra confianza”.
EJEMPLO
Un devoto esposo y su mujer desesperada Se refiere en la cuarta parte del Tesoro del rosario que había un caballero devotísimo de la Madre de Dios que había mandado hacer en su palacio un pequeño oratorio en el que ante una hermosa imagen de la Virgen solía pasar los ratos rezando, no sólo de día, sino por la noche, interrumpiendo el descanso para ir a visitar a su amada Señora. Su esposa, dama por lo demás muy piadosa, observando que su marido, con el mayor sigilo, se levantaba del lecho, salía del cuarto y no volvía sino después de mucho tiempo, cayó la infeliz en sospechas de infidelidad. Un día, para librarse de esta espina que la atormentaba, se atrevió a preguntar a su marido si amaba a otra más que a ella. El caballero, con una sonrisa, le respondió: “Sí, claro, yo amo a la señora más amable del mundo. A ella le he entregado todo mi corazón; antes prefiero morir que dejarla de amar. Si tú la conocieras, tú misma me dirías que la amase más aún de lo que la amo”. Se refería a la santísima Virgen, a la que tan tiernamente amaba. Pero la esposa, despedazada por los celos, para cerciorarse mejor le preguntó si se levantaba de noche y salía de la estancia para encontrarse con la señora. Y el caballero, que no sospechaba la gran agitación que turbaba a su mujer, le respondió que sí. La dama, dando por seguro lo que no era verdad y ciega de pasión, una noche en que el marido, según costumbre, salió de la estancia, desesperada, tomó un cuchillo y se dio un tajo mortal en el cuello. El caballero, habiendo cumplido sus devociones, volvió a la alcoba, y al ir a entrar en el lecho lo sintió todo mojado. Llama a la mujer y no responde. La zarandea y no se mueve. Enciende una luz y ve el lecho lleno de sangre y a la mujer muerta. Por fin se dio cuenta de que ella se había matado por celos. ¿Qué hizo entonces? Volvió apresuradamente a la capilla, se postró ante la imagen de la Virgen y llorando devotamente rezó así: Madre mía, ya ves mi aflicción. Si tú no me consuelas, ¿a quién puedo recurrir? Mira que por venir a honrarte me ha sucedido la desgracia de ver a mi mujer muerta. Tú, que todo lo puedes, remédialo. ¿Y quién de los que ruegan a esta madre de misericordia con confianza no consigue lo que quiere? Después de esta plegaria siente que le llama una sirvienta y le dice: “Señor, vaya al dormitorio, que le llama la señora”. El caballero no podía creerlo por la alegría. “Vete –dijo a la doncella–, mira bien a ver si es ella la que me reclama”. Volvió la sirvienta, diciendo: “Vaya pronto, Señor, que la señora le está esperando”. Va, abre la puerta y ve a la mujer viva, que se echa a los pies llorando y le ruega que la perdone, diciéndole: “Esposo mío, la Madre de Dios, por tus plegarias, me ha librado del infierno”. Y llorando los dos de alegría fueron a agradecer a la Virgen en el oratorio. Al día siguiente mandó preparar un banquete para todos los parientes, a los que les refirió todo lo sucedido la propia mujer. Y les mostraba la cicatriz que le quedó en el cuello. Con esto, todos se inflamaron en el amor a la Virgen María.
ORACIÓN ESPERANZADA EN MARÍA
¡Madre del santo amor!
¡Vida, refugio y esperanza nuestra!
Bien sabes que tu Hijo Jesucristo,
además de ser nuestro abogado perpetuo
ante su eterno Padre
quiso también que tú fueras ante él
 intercesora nuestra para impetrarnos
las divinas misericordias.
Ha dispuesto que tus plegarias
ayuden a nuestra salvación;
les ha otorgado tan gran eficacia,
que obtienen de él cuanto le piden.

A ti, pues, acudo, Madre,
porque soy un pobre pecador.
Espero, Señora, que me he de salvar
por los méritos de Cristo y por tu intercesión.
Así lo espero, y tanto confío
que si de mí dependiera mi salvación
en tus manos la pondría,
porque más me fío de tu misericordia y protección
que de todas las obras mías.

No me abandones, Madre y esperanza mía,
como lo tengo merecido.
Que te mueva a compasión mi miseria;
socórreme y sálvame.
Con mis pecados he cerrado la puerta a las luces
y gracias que del Señor me habías alcanzado.
Pero tu piedad para con los desdichados
y el poder de que dispones ante Dios
superan al número y malicia de mis pecados.

Conozcan cielo y tierra, que el protegido por ti
jamás se pierde.
Olvídense todos de mí,
con tal de que de mí no te olvides,
Madre de Dios omnipotente.
Dile a Dios que soy tu siervo,
que me defiendes y me salvaré.
Yo me fío de ti, María;
en esta esperanza vivo
y en ella espero morir diciendo:
“Jesús es mi única esperanza, y tú,
después de Jesús, Virgen María”.


lunes, 21 de octubre de 2013

María ayuda a los pecadores

Refiere el P. Bovio que había una prostituta llamada Elena; habiendo entrado en la Iglesia, oyó casualmente una predicación sobre el rosario; al salir se compró uno, pero lo llevaba escondido para que no se lo viesen. Comenzó a rezarlo y, aunque lo rezaba sin devoción, la santísima Virgen le otorgó tales consolaciones y dulzuras al recitarlo, que ya no podía dejar de rezarlo. Con esto concibió tal horror a su mala vida, que no podía encontrar reposo, por lo cual se sintió impelida a buscar un confesor; y se confesó con tanta contrición, que éste quedó asombrado. Hecha la confesión, fue inmediatamente al altar de la santísima Virgen para dar gracias a su abogada. Allí rezó el rosario; y la Madre de Dios le habló así: “Elena, basta de ofender a Dios y a mí; de hoy en adelante cambia de vida, que yo te prometo colmarte de gracias”. La pobre pecadora, toda confusa, le respondió: “Virgen santísima, es cierto que hasta ahora he sido una malvada, pero tú, que todo lo puedes, ayúdame, a la vez que yo me consagro a ti; y quiero emplear la vida que me queda en hacer penitencia de mis pecados”. Con la ayuda de María, Elena distribuyó sus riquezas entre los pobres y se entregó a rigurosas penitencias. Se veía combatida de terribles tentaciones, pero ella no hacía otra cosa que encomendarse a la Madre de Dios, y así siempre quedaba victoriosa. Llegó a obtener gracias extraordinarias, revelaciones y profecías. Por fin, antes de su muerte, de cuya proximidad le avisó María santísima, vino la misma Virgen con su Hijo a visitarla. Y al morir fue vista el alma de esta convertida volar al cielo en forma de bellísima paloma.


viernes, 4 de octubre de 2013

4 de octubre: San Francisco de Asís

FRAGMENTO DE LA VIDA DE SAN FRANCISCO

Fue, dice Dante, como un sol que Dios puso sobre las montañas de Umbría para comunicar a la tierra luz y calor. Hijo de un rico mercader de Asís, el edén de la península itálica, creció entre las telas provenzales y los paños toscanos de la tienda paterna, en medio de la abundancia que proporciona una gran fortuna. Pronto se reveló como un hombre hábil para el negocio, "más ladino aún que su padre"; pero desperdiciador del ahorro, empezó a llamar la atención por su prodigalidad. Por sus venas corría la sangre provenzal de su madre. Ávido de goces y placeres, era el mozo más jaranero de la ciudad. Era más bajo que alto, moreno y no muy hermoso, pero con una simpatía irresistible, que le dio el cetro de la elegancia en medio de una juventud inquieta que consumía el tiempo entre el juego de los torneos caballerescos y los sutiles goces de la gaya ciencia de los trovadores.
Pero ya en ese tiempo, con el de los festines tenía otros dos amores: el de los pobres y el de la naturaleza. No era de los disipadores que no tienen un cuarto para un pordiosero, pero sí cien florines pista una fiesta. Por eso le dolió cuando, una vez, estando la tienda llena de parroquianos y él ocupado en servirlos, se despidió sin limosna a un mendigo que venía a pedirla. Desde entonces decidió socorrer a todo el que viniera a pedirle alguna cosa por amor de Dios. Instintivamente, este amor de Dios le veía como diluido en todas las cosas, y por eso, dice Tomás Celano, "causábale honda alegría la hermosura de los campos, la belleza de los viñedos, todo lo que es recreo y apacentamiento de los ojos".
A los veinte años cayó prisionero por defender a patria contra Perusa. En la cárcel asombraba a sus compañeros con sus cantos desbordantes de alegría: "No sabéis--exclamaba-- que a mi me espera un gran porvenir?" Era entonces un discípulo del entusiasmo caballeresco, embargado de visiones doradas de guerras, triunfos y principados.
A los veintidós años tuvo una enfermedad que lo puso a puertas de la muerte. Pronto empezó a observarse en él un cambio extraño. Desaparecía de casa para ocultarse en los yermos; andaba inquieto por conocer la voluntad de Dios; de prodigio, se había convertido en despreciador del dinero. Cuando no le quedaba ninguna moneda en el bolso, daba a los pobres la capa, el sombrero, el cinto y hasta la camisa. Quiso también saber lo que era pedir limosna,  y habiendo ido en peregrinación a Roma, cambió sus vestidos por los harapos de un mendigo, y empezó a pedir en francés. Dicen que hablaba en francés cuando se sentía dichoso. Esto era poco todavía. Iba una vez a caballo cuando descubrió a un leproso. Era la cosa que más le horrorizaba en el mundo. Sintió impulsos de volver atrás, pero no tardó en dominarse. Rápidamente descendió del caballo, se acercó al gafo, depositó su limosna en la mano consumida y disimulando la náusea besó los dedos cuajados de úlceras.
Los habitantes de Asís lo veían con frecuencia rezando en San Damián, pobre iglesia a las afueras de la ciudad que le gustaba por su soledad y por el gran Cristo bizantino que en ella había. Un día, este Cristo abrió los labios y el joven oyó estas palabras: "Francisco, repara mi casa". 
 

Pronto a obedecer el mandato divino, Francisco sale, coge su mula, la carga de lienzos y parte camino a Foligno. En breve tiempo encontró quien comprara los paños y la caballería. Después, presentándose al clérigo encargado de la iglesia, presentó el importe. Este proceder no podía ser muy del agrado de su padre, humillado por las extravagancias de su hijo. Lleno de rabia y de vergüenza, Bernardone encerró a Francisco en un oscuro sótano, del cual no volvió a salir hasta que lo liberó su madre en ausencia del mercader. Pedro Bernardone se presentó en la casa episcopal, querellándose de su hijo y pidiendo sus dineros. Padre e hijo comparecieron delante de la primera autoridad espiritual de la ciudad. El mozo escuchó la demanda de su padre y después, ¡maravilla única en el mundo! , retirándose a un lado, se despojó de preciosa ropa escarlata, y sereno, con brillantes ojos, llevando únicamente una faja de cerdas en la cintura, volvió a aparecer diciendo:
--Hasta ahora llamé padre a Pedro Bernardone; mas en este momento le entrego todo el dinero y los vestidos que de él tenía, así que en adelante no tendré que decir "¡Padre Pedro Bernardone!" sino "Padre Nuestro que estas en los cielos!"
Y salió del palacio con un tabardo del jardinero del obispo.
Entonces empieza una vida nueva para el magnánimo mancebo. Está finalmente convencido de que la dama de sus pensamientos no puede ser otra que la pobreza. Con ella vive en las cavernas y en los desiertos. Es un predicador de la penitencia, la paz y de la sencillez y pobreza de Cristo.
Un día de febrero de 1209, Francisco penetró con más claridad su destino al oir durante la misa aquellas palabras del Salvador: "No tengáis oro ni plata en vuestras bolsas, ni de saco para viaje, ni sandalias ni bastón". "Esto es lo que yo quiero con todas mis fuerzas", exclamó y desde entonces se le vio practicar literalmente ese consejo. En menos de un año ya lo seguía una docena de frailes y Francisco escribió para ellos una regla muy breve y sencilla aprobada por Inocencio III en 1210, y cuyos principales rasgos eran la pobreza y la humildad, reflejadas también en el título de frailes menores con que quiso que se designasen sus discípulos. En 1212, una noble joven de Asís, llamada Clara, se puso bajo su dirección con algunas compañeras, y así nació la Orden de las Pobres Clarisas. Más tarde se encontró con muchas almas buenas que deseaban imitar aquel espíritu de pobreza y penitencia en medio del mundo, y para ellas organizó su Orden Tercera.